Tal vez salga a buscar una nueva
tierra en la que todos nos sintamos vivos; donde las flores cubran mis pasos y
el viento me traiga y me lleve en pos de mis sueños.
Si es preciso, buscaré dioses a los que no les importe crear el mundo de nuevo. Les
rogaré que se tomen su tiempo, porque las cosas no están para brochonazos por
doquier y que se dejen de historias cainitas, de árboles del bien y del mal, de
adanes y evas que se dejaron tomar el pelo, del ojo por ojo…
Por si sirvieran de algo, siempre
llevo unos polvos mágicos en los bolsillos; mis niños dicen que no caducan y que
sirven para todo. Los dejaré caer por ahí y que el viento los lleve allá donde
se necesiten.
Aquí yace una tierra que se desangra
sin que nadie mueva un dedo para remediarlo.
Me enseñaron que la violencia no se
cura con violencia, y aún lo sigo creyendo.
El mundo, según yo lo veo, no camina
hacia nada bueno; de nosotros depende que varíe de trayectoria. Y aunque de
sobra conozco la respuesta, aún me sigo preguntando por qué no seguimos el
camino de la Paz, que es el único camino recto que nos abre las puertas del
paraíso.
Recuerdo aquella noche oracular en
que no dejaron de pasar elefantes. Él decía que se aproximaban tiempos de
aguacero contra los que sería muy difícil luchar: ¡Demasiada agua para
marineros inexpertos!
A veces el amor no logra que sus labios muerdan con rabia la sinrazón y ésta consigue que los fanáticos nos dejen un reguero de muerte en
los dulces caminos del otoño.
Mª José Vergel Vega