Os dejo hoy estas palabras que encontré casualmente, las escribí a la muerte de Galeano y creo que deben estar recogidas en estos Cuadernos.
Abril me tatúa en el corazón el aroma
de las flores y el dolor del silencio. Nunca tuve una buena relación con el que
dicen es uno de los meses más hermosos del año. Este Abril el viento amenaza
con llevarnos al infinito sin retorno posible.
Un lunes, trece de Abril, las venas
de América latina y de los desheredados del mundo, se desbordaron como ríos
sangrantes, cuando los medios de comunicación anunciaron que Eduardo Galeano
había muerto.
Galeano siempre tuvo un halo de galán
de cine, con unos ojos que miraban
directos al meollo del asunto. Nunca enmascaró las palabras; las
escribía justo en el instante en que un picor le llegaba a la mano. Sus
palabras a unos abrigaban el corazón, y a otros les dinamitaban los adentros.
Galeano, escritor y periodista, fue
hijo de los días y la palabra. Creyó en el hombre íntegro, en el que pone la
cabeza al servicio del corazón, la vida al servicio de la justicia . Parecía
hablarnos desde un lugar de paz, conquistado a fuerza de haber gritado siempre
la verdad.
Supo que un hombre puede jactarse de
serlo, sólo cuando hace del compromiso su razón de vida, su pasaporte hacia el
paraíso, si es que éste existe. Nada ni nadie hizo que su voz callara. Hubo de
salir de su Uruguay, buscando otros lugares donde liberar su palabra de la
mordaza de la dictadura, de los escuadrones de la muerte que, como perros
rabiosos, iban contra quien en América Latina osaba hablar en nombre de la
Libertad. Fueron muchos los días y las noches de amor y guerra.
Siempre se miró en los charquitos de
las pequeñas cosas, y caminó incansable hacia el horizonte, por más que éste se
nos aleje a cada paso que avanzamos. Él sabía que en los charquitos se puede
ver el mar y en el horizonte podemos visionar la película de nuestros sueños.