sábado, 26 de marzo de 2016

Y al tercer día, resucitó.

Niña frente al mar. Joaquín Sorolla

 Siempre decían en mi casa que resucitó al tercer día, según unas Escrituras Sagradas que la abuela Julia debía conocer muy bien, porque siempre lo decía muy segura.
La mañana del Domingo de Resurrección, la abuela me levantaba muy temprano. Me metía en el barreño de zinc rebosante de agua templadita y me lavaba a conciencia con una esponja que rascaba un poquito y que olía a henodepravia.
Desde luego, aquel baño de los domingos de resurrección sería capaz de poner en pie hasta a los muertos, no me cabía duda.
Cuando consideraba que ya estaba lo suficientemente limpia, la abuela Julia me envolvía en una toalla blanca de rizo grueso y calentita del brasero. Y me sonreía. Y aunque la abuela Julia siempre sonreía, sus labios adquirían un rictus distinto los domingos de resurrección.
La sonrisa de la abuela era blanca, igual que el vestidito que me ponía para ir a la misa del Padre Solís, en la que siempre me echaba un sueñecito; blanca como la túnica con la que yo me imaginaba que Jesús saldría del sepulcro, triunfador de la muerte.
Todo era blanco los domingos de resurrección. Todo debía ser perfecto; y si la abuela al mirarme me notaba mohína, repetía festiva pellizcándome las mejillas, aquella rima de Santa Teresa que a mí tanto me gustaba:
“Tristeza y melancolía , no las quiero en casa mía”
Yo me reía a carcajadas y me dejaba peinar por las manos viejas de la abuela…y todo se inundaba de blanco… y hasta las campanas de Santiago debían seguir un pentagrama inundado de níveas notas…

Siempre oí decir en mi casa que al tercer día todo fue blanco y, aunque no puedo asegurar si esto lo decían las Escrituras, lo que sí sé muy bien es que los Domingos de Resurrección de mi infancia tenían la peculiaridad de ser blancos como el “Pan de Ángel” que la abuela Julia le compraba a las monjitas si conseguía no dormirme en misa en día tan especial…Palabra de Julia.
Mª José Vergel Vega

viernes, 18 de marzo de 2016

martes, 15 de marzo de 2016

El Conde Arnulfo


Hace muchos, muchos años, vivía en un Castillo un Conde que se llamaba Arnulfo, que era más malo que un cuervo.
Arnulfo no entendía por qué tenía que cargar con el terrible peso de la maldad a los ojos de la gente.
 ¡Si lo dejaran!¡Si alguna vez se acercaran a hablar con él lo conocerían realmente! Pero lo habían condenado a estar solo, quizá para siempre.
Tampoco entendía por qué lo comparaban con el cuervo. ¿Era acaso un ser oscuro a los ojos de la gente y por eso lo consideraban un ser maligno?
_Quizá me he dejado llevar demasiado por la inercia de mi nombre, ¿o son ellos los que se dejan llevar? ¡Algunas palabras pueden ser tan poderosas!-pensaba a menudo Arnulfo. A uno, al nacer, deberían ponerle nombres luminosos como Daniel, Manuel, con los que asomarse al mundo a través de grandes ventanales.
Pero en su familia, todos sus antepasados habían tenido nombres que no invitaban precisamente a la hermosura y a adornar a quien los llevaba con un halo de bondad: Úrsula, su madre; Sisebuto ,su padre; sus abuelos , Turismundo y Tulga; y sus abuelas, Ataúlfa y Gundemara. Y mejor no seguir, porque el árbol genealógico era desolador, se lamentaba Arnulfo.
¡Qué culpa tengo yo de llamarme Arnulfo!
Y, en verdad, el Conde tenía razón. Y si hacemos caso de las crónicas, nos daremos cuenta que ni el conde ni sus antepasados eran malas personas por llamarse como se llamaban; sólo que entre la gente, algún hada maligna o cualquier otro ser venido del mismísimo Averno, había llegado a aquel condado a sembrar la cizaña, de que eran malos porque hay quien piensa que el nombre es más importante de lo que se piensa.
Y la cizaña creció, porque ya sabemos cómo se las gasta.