Julia estaba sentada frente al espejo de su alcoba cuando, al
mirar de reojo hacia un extremo del tocador, le sorprendió un leve movimiento
en el interior de su Cuaderno de Hadas.
Se llevó la mano al pecho para calmar el galope de su corazón.
Cuando se hubo serenado un poco, tomó suavemente su cuaderno y se dispuso a
abrirlo un tanto temerosa.
Para infundirse ánimo se repetía mentalmente: ¿Qué va a haber
dentro de mi Cuaderno de Hadas, sino palabras?
Abrió el cajón con todo el sigilo del que fue capaz. Cogió la
pequeña llave que abría la cerradura del Cuaderno y la giró todo lo suavemente
que pudo.
Fue pasando las hojas, conteniendo la respiración. Todo
parecía estar en orden. Allí seguían los papeles de caramelo de lindos colores
que coleccionaba desde que era chiquita, pétalos de rosas , un mechón de
cabellos de su muñeca preferida ( ¡su madre se enfadó tanto cuando le cortó el
pelo!), una libélula disecada de alas iridiscentes…y todas las palabras que a
diario iba escribiendo sobre aquello que le preocupaba, sobre lo que su corazón
sentía cuando veía al “Sandokán rubio”
del Yoni y todo cuanto despertaba algún sentimiento en el alma.
-¡Qué tonta he sido!- pensó Julia esbozando una sonrisa.
Pero, cuando se disponía a cerrarlo de nuevo, creyó escuchar
un levísimo bostezo y como si alguien o algo estuviera arañando alguna de las
hojas.
Otra vez se le aceleró el corazón más de lo conveniente, pero
recordó lo que le decía el Yoni de los cobardes cuando jugaban a asaltar
castillos imaginarios en el descampado, y abrió el Cuaderno y pasó de nuevo una
por una todas las hojas, sin miedo, como una valiente. ¡Pero nada, allí no
había nada!
_ ¿Y si todo estuviera en mi cabeza? ¡Claro, eso iba a ser!,
se tranquilizó.
_¡Pss, pss! , oyó Julia ahora y tuvo que oprimir con sus
manos el galope que le cabalgaba por el pecho.
Algo se movía debajo de un finísimo pétalo de rosa. Lo levantó temblorosa…¡y allí
estaba!
Era un ser diminuto con carita pizpireta y que intentaba
poner en marcha unas alas un tanto torpes, seguramente por haber pasado
demasiado tiempo atrapada dentro del Cuaderno. Aquella personita, animalito, o
lo que fuera, masticaba algo incesante. Sacudió el Cuaderno con suavidad y cayó
encima del tocador expulsando por su boquita una especie de polvo negruzco…¡que
parecía tinta! Ahora que lo pensaba: ¡Se parecía tanto a aquella libélula que
había atrapado una tarde de verano junto al río! ¡Imposible, las libélulas disecadas no
resucitan!