viernes, 6 de septiembre de 2013

"El Carro"

Recuerdo las noches de domingo que regresábamos del pueblo a la casa en Dauseda.
Siempre lo hacíamos al abrigo de las estrellas.
Soñábamos que el viejo coche era un avión y sacábamos los brazos por las ventanillas. Mi brazo era fuerte y siempre vencía al viento, aunque a veces me lo ponía difícil. Mi hermano sacaba el suyo por la otra ventanilla, porque un avión verdadero ha de tener dos alas.
-¡Niños, los brazos dentro, que no quiero ningún manco en mis dominios!, decía mi padre que, como buen labriego, sabía que en el campo todos los brazos son pocos.
En aquel coche no teníamos música ni radio, pero ni falta que nos hacía. La banda sonora de nuestros regresos dominicales a Dauseda la ponían los grillos, alguna lechuza que ululaba por los tejados y los perros que toda la vida de Dios, han aullado  a la luna.
Todo el camino nos acompañaba el “Carro”, navegando en el río de leche del Camino de Santiago. Y apostábamos: ¿Qué te apuestas a que cuando lleguemos a casa nos está esperando ¿, le decía a mi hermano…
Y, en efecto, cuando llegábamos al portal, allí seguía el carro, eterno navegante por un cielo plagado de estrellas. Al detenerse el coche, se detenía el carro…
-¡Te lo dije!, ahí está esperándonos.
-¡Qué pena que por la mañana  no siga ahí, para llevarlo a la era!, soltaba irónico mi padre.
Y mamá respondía con aquel mohín tan gracioso de no querer reírse, cuando en realidad no podía contener la risa…¡Adentro todo el mundo que por la mañana el sol llama rápido a la ventana!

Y todos entrábamos después de mirar por última vez aquel carro celeste que, cosas de la infancia, creíamos nuestro y con hilos invisibles quedaba amarrado cada noche a la chimenea de aquella vieja casa, blanca,  de cal y piedra.
Mª José Vergel Vega