Recuerdo las
noches de domingo que regresábamos del pueblo a la casa en Dauseda.
Siempre lo
hacíamos al abrigo de las estrellas.
Soñábamos
que el viejo coche era un avión y sacábamos los brazos por las ventanillas. Mi
brazo era fuerte y siempre vencía al viento, aunque a veces me lo ponía
difícil. Mi hermano sacaba el suyo por la otra ventanilla, porque un avión
verdadero ha de tener dos alas.
-¡Niños, los
brazos dentro, que no quiero ningún manco en mis dominios!, decía mi padre que,
como buen labriego, sabía que en el campo todos los brazos son pocos.
En aquel
coche no teníamos música ni radio, pero ni falta que nos hacía. La banda sonora
de nuestros regresos dominicales a Dauseda la ponían los grillos, alguna
lechuza que ululaba por los tejados y los perros que toda la vida de Dios, han
aullado a la luna.
Todo el
camino nos acompañaba el “Carro”, navegando en el río de leche del Camino de
Santiago. Y apostábamos: ¿Qué te apuestas a que cuando lleguemos a casa nos
está esperando ¿, le decía a mi hermano…
Y, en
efecto, cuando llegábamos al portal, allí seguía el carro, eterno navegante por
un cielo plagado de estrellas. Al detenerse el coche, se detenía el carro…
-¡Te lo
dije!, ahí está esperándonos.
-¡Qué pena
que por la mañana no siga ahí, para
llevarlo a la era!, soltaba irónico mi padre.
Y mamá
respondía con aquel mohín tan gracioso de no querer reírse, cuando en realidad
no podía contener la risa…¡Adentro todo el mundo que por la mañana el sol llama
rápido a la ventana!
Y todos
entrábamos después de mirar por última vez aquel carro celeste que, cosas de la
infancia, creíamos nuestro y con hilos invisibles quedaba amarrado cada noche a
la chimenea de aquella vieja casa, blanca, de cal y piedra.
Mª José Vergel Vega