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Foto de Lorena Cabello Vergel, 2012. |
Yo comencé a
ir a la escuela cuando apenas tenía tres añitos y a todos hacía una gracia
inmensa que dijera “perióquido”. Tanta chanza causaba, que mis padres temieron
que con el tiempo me convirtiera en atracción de feria o algo peor. Así que, me
mandaron a la escuela para que aprendiera a hablar y a escribir como mandaban
los cánones de la buena educación.
Mi colegio
era especial. Sólo tenía un aula y una maestra. Mi colegio estaba en medio del
campo, en Dauseda, que es el sitio más bonito que os atreváis a imaginar .
Mi escuela
era una sala amplia y sin tabiques, repleta de amplios ventanales por un de los
lados, a través de los cuales se veían los sembrados verdes en primavera y la
tierra blanquecina y helada en invierno.
Nos
sentábamos en unos pupitres de madera de
dos plazas; yo siempre al lado de mi amiga Lina, mi mejor amiga junto con
Tolito, sólo que él no se sentaba con las niñas. Pero no vayáis a pensar que se
debía a que en aquella escuela no se mezclaban los sexos, la Señorita Remi
siempre nos coeducó, que me he enterado ahora que es concepto “moderno”. Lo que
realmente pasaba era que Tolito siempre se las dio de muy machote y odiaba a
todas las niñas, menos a mí, por quien sentía un “no sé qué inexplicable “,
decía.
Éramos unos
veinte niños y niñas, desde Párvulos hasta 8º de E.G.B. Todos teníamos la misma
maestra, especializada en lengua , matemáticas, conocedora a la perfección del
medio natural y social, experta en juegos populares, en catequesis, contadora
de cuentos, sanadora de heridas, las del alma y las que eran fruto del
pistoletazo de algún forajido, que aparecía de pronto en el recreo apostado
entre las peñas…Jamás la vi sentarse un momento, y era la maestra más buena,
más guapa y más cariñosa del mundo. Pero sobre todo era nuestra mamá del cole.
Aquella
maestra rubia y rellenita nunca nos dio una voz más alta que otra. Nos hacía
notar que nos quería y que le gustaba enseñarnos y que disfrutáramos aprendiendo.
La señorita
Remi no vivía en Dauseda. Venía cada día junto con la cocinera y otros niños en
un autobús escolar pequeñito, al que llamábamos “la Decauve”.
-¡Que viene
la Decauve!, solía gritar Tolito, que estaba siempre como al acecho, tanto era así
que hasta parecía que se le ponían las orejas de punta y todo.
Nada más que
Tolito anunciaba con todo el torrente de sus cuerdas vocales que venía la
Decauve, nos poníamos en fila, preparados para entrar en la escuela en cuanto
la Señorita Remi diera las dos palmadas de rigor.
Si he
deciros la verdad, y eso es lo que pienso hacer, porque nunca he sido una niña
mentirosa, palabrita de Julia, os diré que fui muy feliz en aquella escuela a la que cada día acudía
con mi anorak de cuadros y mi bufanda a rayas en invierno, patinando por los
charcos helados que cubrían el camino de
mi casa a la escuela, y con mi faldita de cuadros marrón cada primavera.
(Detenemos el curso del relato para dejar que
Julita sonría tranquila recordando
aquella falda plisada que su madre le ponía cada primavera. Una faldita que
tiene historia y que seguro que Julia os cuenta otro día).
Pero también
hubo cosas que me hicieron llorar, porque la verdad es que fui una niña
bastante llorona. Una de esas cosas la tengo grabada a fuego en mi cerebro.
Claro que esto pasa por compartir aula con niños y niñas que estaban iniciando
una difícil adolescencia, porque incluso en Dauseda, la adolescencia nos dejaba
un poco tontorrones.
Recuerdo que
a aquellos adolescentes les dio por decirme que me iba a morir porque tenía la
costumbre de comerme las gomas de borrar; y yo, como tenía tres añitos pues me
lo tomaba todo al pie de la letra. Lo que yo no entendía era por qué Anita que
se comía los lápices o Ricardo, que
estaba todo el día de Dios sorbiéndose unos mocos verdes asquerosos, no
correrían la misma suerte que yo.
Pero yo,
aunque tenía tres añitos pensaba, y pensando pensando, llegué a la conclusión ,
que lo que pasaba era que, o me tenían manía o me creían tonta. Y para mí, que
más bien era lo primero, porque si yo hubiera sido una niña del montón , me hubiera dado la tontería por comerme los
lápices como Anita, o por sorberme los mocos como el guarro de Ricardo, que es
lo que en circunstancias normales hacen los niños normales.
En fin, que
así las cosas, el desconsuelo por aquella mi muerte anunciada, lo iba
aplacando con la lectura de la cartilla
de “Amiguitos” que, por aquel entonces, ya leía casi de corrido. Palabra de
Julia.
Mª José Vergel Vega
Esta ternura conmovedora me va a hacer llorar a mí también. Qué preciosidad.
ResponderEliminarPor cierto ¿Sigues siendo igual de llorona? Porque hay que ver lo que te gustaba regarte las mejillas, guapina.
Besitos
Sigo igual de llorona, ya me conoces...incluso creo que con los años lloro un poco más, no hay día que viendo el telediario no se me caigan las lágrimas. Y no te sientas responsable de mis lágrimas que tú no las provocaste nunca.
ResponderEliminarMil besos de abril.
Excelente escrito. Me ha gustado mucho.
ResponderEliminarMargot
Gracias Blanca. A ver si nos vemos prontito.
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