martes, 1 de enero de 2019

Paraíso en la tierra



Hoy me calcé las botas de andar la tierra y salí con Zazú a esperar el día. Sus ojos son una fiesta al encontrarse con lobo, un perrito por el que bebe los vientos. Después de recibir ambos la dosis de caricias y arrumacos correspondientes, seguimos nuestro camino, no sin antes mirar hacia atrás varias veces  porque  siempre el encuentro se les hace corto.
Entre las sábanas tendidas de la bruma , la tierra se me antoja un cementerio de árboles desnudos que se recortan en el rosado del firmamento.
El día se va desperezando y comienza a deshacerse del abrazo atosigante de la niebla.
En el Prado del Palomar, lloran los corderos acaparando la atención de sus madres. Momentos después, el campo es una fiesta: el llanto ha surtido efecto, y los impolutos borreguitos tiran gozosos de las ubres de sus madres llenando sus boquitas con el líquido tibio, que les hace más llevadero el frío de la mañana.
-El que no llora, no mama- le digo a Zazú, que me mira moviendo la cola, como si hubiera entendido lo que acabo de confiarle. Sacude las orejas y tira de mí con insistencia camino de la Ribera.


Continuamos caminando entre las flores amarillas del panyquesillo, que rinden sus pétalos al suelo por el peso de los cristalitos de escarcha.
Zazú, en su juego, ha metido el hocico en un charco del camino y el agua se ha llenado de cachitos de luna. Instantes después, el sol, recién despertado, aterido, espulga con sus rayos temblorosos, los restos de las sombras de la noche.
Vuelvo a mirar a Zazú, que se entretiene en quitarse del hocico un pellizco de luna, y le digo, otra vez como si me entendiera:
- El mundo es un milagro que sucede cada día.
Mª José Vergel Vega

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