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Hay libros que nos cogen el alma y la retuercen hasta hacerla
sangrar. Doris Lessing y su Diario de una buena vecina me han puesto la vida
patas arriba.
¿Acaso no seamos más que hombres y mujeres de hojalata con
vidas vacías y tristes?
No aceptamos el dolor propio y mucho menos el ajeno. No
vivimos más allá del trabajo y de lo material. Dejamos, no sé si por miedo o
por desidia, a la gente en la estacada, y no hacemos nada para que eso cambie: “No es una cuestión de voluntad, sino de cómo
eres”. Pero es terrible, tremendamente terrible, si no confiamos en que
algo o alguien nos haga cambiar ese inmovilismo insano. Miramos sin ver,
andamos sin ser conscientes de nuestros pasos.
Me van a perdonar, pero las preguntas se me agolpan en la
boca. El miedo me atenaza el pensamiento y seguro pongo ojos de loca al
preguntarme con insistencia:
¿Por qué tenemos miedo a ser viejos? ¿Por qué nos incomodan
los viejos? ¿Por qué los confinamos en lugares que son la antesala del
camposanto?
“¡Apártemoslos del
paso, de nuestra vida, donde gente joven y sana no puede verlos, no puede
pensar en ellos!”
No sabemos vivir en los problemas, no sabemos negar nada a
los hijos y esto es muy malo, nos avisan nuestros mayores.
Cuando un libro te incita a cuestionarte insistentemente, se
vuelve incómodo.
¿Tenemos las mujeres derecho a decidir lo que queremos hacer
con nuestra vida? ¿Hasta qué punto decidimos libremente?
Joyce decide irse con su marido a pesar de que éste tiene una
amante porque siente que no “tiene elección”.
¿Somos libres de ser altruistas, o es algo que de alguna
manera nos imponen las personas a quienes ayudamos para no fallarles? ¿Ve la
gente con buenos ojos que hagamos algo altruistamente por otra persona, o
piensan que somos tonos por actuar así?
¿Nos hemos planteado de una manera seria si trabajamos de
manera correcta con los más desfavorecidos de la sociedad en que vivimos?: “Reuniones, charlas, es la manera de no
hacer nada”.
Hay que bajarse al mundo, allí donde la gente sufre y pide
soluciones con los gritos del silencio.
Una frase terrible se me ha quedado, supongo que para
siempre, grabada en la memoria:
“De repente, me vi
rodeada de océanos de tiempo”.
Nos asusta el tiempo. Se nos va la vida si no lo tenemos,
pero, aún más, cuando, de golpe, nos entregan todo el tiempo del mundo.
De alguna manera también va implícita en la novela de Doris
Lessing la máxima renacentista del “Carpe
Diem” y el disfrutar de las pequeñas cosas; porque quizá, cuando
dispongamos de océanos de tiempo, no estemos en las mejores condiciones para
gozarlas: “Deleite, es lo que ha hecho
falta en mi vida, de lo que ni siquiera he sabido el nombre, he estado tan
atareada, ah, siempre he trabajado tanto”.
Hemos de aprender a disfrutar de la vida, dar gracias cada
día por todo lo bueno que tenemos y nos pasa, porque, y esto es lo
verdaderamente terrible, en cualquier momento podemos perderlo: “…qué privilegio, qué cosa tan maravillosa,
preciosa, que no precise de nadie para ayudarme a pasar el día, puedo hacerlo
por mí misma.”
Pero aquí no acaban las preguntas, éstas acechan, agazapadas,
tras cada vuelta de página:
¿Nos comportamos como somos o, más bien, como nos dejan?
¿Somos auténticos o meras poses?
Laissez faire, laissez passer… el mundo va solo que dijo Vincent de Gournay. Dejar que todo suceda, que todo
fluya. ¿Es ésta la mejor opción? ¿No podemos controlar aquello que acontece?: “La pasividad es una gran virtud, en
ocasiones. Ser capaz de dejar que las cosas sucedan: ah, sí, hay que saber cómo
hacerlo. Pero también tomar el control, en el momento adecuado, hacer que la maquinaria
se ponga en marcha, utilizar la inercia, hacer que las cosas tengan lugar”.
¿Queda sitio, pues, para nuestro libre albedrío?: “Si aceptas libremente hacer algo, entonces
no resulta absurdo, por lo menos para ti”.
Luego, es importante, al menos, intentar ser libre.
Volviendo al tema de la vejez. Será cuestión de que el tiempo
avanza y una se ve a punto de instalarse en una nueva etapa, que los viejos me
dan una pena infinita. Contemplarlos cuando sufren me produce más dolor del que
puedo o imagino soportar.
No estamos acostumbrados a que alguien escriba novelas sobre
la vejez y la cercanía de la muerte. Nos sentimos molestos, incómodos; porque
nos violenta nuestra cómoda burbuja de tranquilidad pues, nos aterra pensar,
que se puede romper en cualquier momento.
Jana, la protagonista de este diario, es un ejemplo de mujer
que vence sus miedos (en su momento no supo cuidar de su marido y su madre
enfermos, porque se veía impotente y vencida ante el dolor y la muerte, cosa
que jamás le perdonará su familia). La anciana Maudie se cruza en su camino y
la hace convertirse en la mujer valiente que descubre que la muerte es la otra
cara de la vida y encara el porvenir con la furia necesaria para seguir
adelante y rebelarse contra todo aquello que nos deshumaniza.
Mª José Vergel Vega
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