domingo, 10 de diciembre de 2017

La tierra prometida


“ He reducido el mundo a mi jardín y ahora veo la intensidad de todo lo que existe”
 (J. Ortega y Gasset)

Ha pasado el tiempo demasiado deprisa, velozmente  han ido sucediéndose las estaciones, y allí sigue varado en la orilla, acompañando con su sombra a aquel barco que un día pintamos de esperanza. El viejo chopo va dejando al descubierto sus cansadas raíces y se inclina hacia el agua quieta del río, coqueto aún, intentando conservar la compostura . Mi gigante verde siempre me recibe con las ramas abiertas.
¡Cuántos momentos de ocio he pasado en aquel barco amarrado a la cintura del chopo y que se mecía al compás de la brisa suave de la siesta! Cuando pienso en aquel tiempo tan azul ,me recuerdo siempre con un libro entre las manos, poniendo rumbo a los mares del sur en compañía de esa loca que es la imaginación de los niños y de las historias de Jack London, por supuesto. Otras veces me quedaba muy quieta, con los ojos puestos en el movimiento aleteante de las hojas del viejo chopo, hasta que me quedaba dormida y me dejaba llevar por el sueño hacia cualquier expedición por la luna. Yo de pequeña quería ser muchas cosas, pero sobre todo, astronauta; ahora tengo vértigo, ay que ver cómo te cambia el tiempo. Otras veces, componía canciones con los poemas que me rondaban la cabeza y me ceñían el corazón, echando mano de aquella guitarra que jamás aprendí a tocar, porque mis dedos siempre fueron torpes. Me viene a la memoria aquel romancillo de Góngora que dice:
La más bella niña
de nuestra ciudad ,
hoy viuda y sola
y ayer por casar…
Recitando esos versos rasgaba las cuerdas de la guitarra, poniendo énfasis en un estribillo que me quemaba las entrañas, porque yo siempre he sido muy vehemente, y me ponía tanto en la piel de aquella viudita, que me creía ella misma a la hora de repetir : Dejadme llorar/ orillas del mar… Han pasado los años y no he olvidado aquel poema que con mucho más acierto que yo, dónde va a parar, cantaba Paco Ibáñez.


Desde que tengo conciencia de mí misma, los libros han llenado muchos momentos de mi ocio. Libros ,  naturaleza y música. Siempre me llenaban más estos momentos que asistir a cualquier fiesta multitudinaria, religiosa o pagana, porque siempre me he ahogado entre el tumulto.
Sé y asumo, que estoy hecha de silencios, de la comunión entre las palabras y la naturaleza que me rodea. Si echo atrás la vista y la memoria, una y otra vez me veo en medio del campo dando vueltas sobre la hierba como el derviche en busca de la unión con el universo, porque girando me sentía parte de la tierra que habitaba. No recuerdo mayor dicha que la de dejarme caer, libre, feliz y mareada sobre el manto verde del paraíso de mis afectos.
Cuando una niña tiene la suerte de vivir en el campo, en contacto con la tierra, con el viento, con la escarcha de los días de invierno, con la lluvia repiqueteando en las ventanas, con el sol que acariciaba todos mis despertares…los momentos de ocio, por fuerza ,tienen que estar relacionados con la naturaleza.
Tierra, agua y aire, triángulo natural que marcó mi vida de una forma especial, tres elementos de los que no me he querido desprender nunca, los necesito para sentirme completa y viva. Tierra, agua, aire, música y palabras, muchas palabras que me llevaron rumbo a los sueños, hacia ese diluirme en la poesía de la tierra que ,en palabras de Keats, nunca muere.
 En aquella, mi tierra prometida, fui aprendiz de montañera: peñas arriba hice prisioneros, blandiendo primitivas espadas o descubriendo criaturas extrañas, que asomaban sus terribles fauces para alimentarse de la sangre blanca de los niños.
Me dejé llevar por el canto envolvente de las sirenas, que se peinaban al atardecer con sus peines de plata, recostadas  entre la tierra y el agua.
Me adentré por los caminos de la luna siguiendo el vuelo de los cormoranes, en aquel barco color de esperanza que la imaginación hacía volar atravesando nubes . Una se creía con derecho a soñar, con recorrer el mundo en aquel velero, surcando los mares del firmamento azul de la infancia.
Mientras me abraza con sus brazos tan verdes, me cuenta el viejo chopo, que siempre supo mucho de leyendas, que hubo un tiempo en que los mudos habitantes de aquellas tierras, cada uno a su manera, contaban a los viajeros que por allí pasaban, la historia de una princesa-sirena que cada mañana, bajaba de su castillo entonando unas notas tristes y  que, aún hoy, sigue escribiendo  en la arena el nombre de un marinero al que jamás pudo seducir con su canto.
Mª José Vergel Vega


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