Ocurrió en el preciso instante en que
la Luna de Maíz se detuvo para decirle al sol lo mucho que lo había extrañado
durante siglos.
También, una mujer y un perro,
detuvieron sus pasos para no empañar el sagrado encuentro.
Después, con la emoción contenida, continuaron caminando entre dos luces siguiendo la estela de esos amantes
celestes, contemplando la danza de esas dos criaturas que se aman y se repelen
a un tiempo.
Un sol racial, con su danza guerrera,
buscaba imponerse sobre todo el universo. Luna, más dulce y delicada, con
movimientos leves de bailarina, se alejaba de su amado y enemigo, hasta perderse
entre los velos del horizonte.
Cada septiembre ocurre esa danza en
honor a las criaturas de la dehesa. Ellas saben contemplarla mudas, sumergidas en
un silencio envolvente.
Maravilloso espectáculo el del amanecer con esa luna
amarilla hecha de dientes de maíz, que aquella mañana también saludó con
nosotros el nuevo día, la vida, el preciso instante en que sabemos con certeza
que el mundo está bien hecho.
Hermoso y mágico, como una oración,
el instante efímero del amanecer. Es un momento en que parece que el mundo está
en suspenso. No se oye absolutamente nada. Instante en que el silencio y la nada fluyen
y confluyen.
Los pájaros apagan sus trinos y
enmudece por entero la dehesa. Las vacas rumian ese impasse acostadas sobre la
hierba, aunque también hay alguna despistada que se rasca la testuz, a cámara
lenta, contra el esqueleto de una encina. Tampoco cesan en su búsqueda continua
de alimento ,una bandada de gansos del Nilo que, de vez en cuando, estiran sus
alas como dando gracias al dios de los pájaros por ponerles cada día a
disposición de sus picos su maná particular.
Nada puede turbar la paz de este
momento. Es hora de abrir las puertas del alma y contemplar, mirar con los ojos
del corazón y dar gracias por el nuevo día; sentirnos agradecidos porque nos es permitido ser partícipes de la belleza de todo lo creado.
¡Ójala todos supiéramos contemplar la hermosura de cada amanecer, la belleza de la vida y no nos dejáramos llevar por
pájaros oscuros que habitan nuestras cabezas, por esos trinos siniestros que
nos ponen en el camino de la destrucción!
Y tras ese instante efímero, el sol
se hace dueño de la mañana de Septiembre. Como tocados por la varita
experimentada de algún hada invisible,
todo se llena de trinos, de los sonidos de la naturaleza que, pletórica
comienza un nuevo día. Se va llenando la mañana de esquilas de oveja, de
pajarillos que reflejan sus menudos cuerpecillos en el cristal del agua; ese
mismo cristal del que emergen, sigilosas, las espaldas plateadas de las carpas,
que nadan confiadas y tranquilas, a salvo en su refugio de agua y lodo.
Hay una vieja encina que aún conserva
algún vestigio de su pasada juventud y lucha por mantenerse erguida con sus
raíces aferradas al fango. Sabemos que aún late su corazón cansado, o eso nos
parece, porque ella continúa mirándose en el agua, sabiéndose hermosa en su
simetría. Nosotros y ella, sabemos, que es la mejor bailarina del pantano.
A lo lejos, encaramado a una piedra,
con porte de massai apoyado en su cayado, el pastor protege su ganado con sus
ojos de dios humilde de estas tierras.
Una mujer y un perro, que han sido
testigos de la historia de este instante, en que la Luna de Maíz se encontró con
el Sol, sentados en la orilla de un pantano sediento, contemplan pasar la vida.
Mª José Vergel Vega
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