viernes, 28 de marzo de 2025

LA MIRADA ENCENDIDA

 


Son muchas las escritoras olvidadas a lo largo de la historia de la literatura.

Quizá no pueda considerarse como tal a Mercé Rodoreda(1908-1983) , pero sí puede afirmarse que no se le ha dado la importancia que merece.

Hace poco cayó en mis manos una novelita de romántico título: «La muerte y la primavera»(1986), publicada después de la muerte de su autora.

Se trata de una novela extraña, yo diría que hasta incómoda de leer en ocasiones. Conforme te vas adentrando en ella, notas una nube negra a punto de descargar sobre tu cabeza.

Nos vemos rodeados por una naturaleza mágica, siniestra por momentos, que entra en comunión con los sentimientos humanos. Es el vivir al compás de los ciclos naturales.

De qué manera tan mágica─ entre amable y terrible─ se va conformando el paraíso de la infancia.

Cuenta el protagonista que de pequeño, cuando los mayores iban al bosque, lo encerraban en el armario de la cocina. Una no puede por menos que traer a la memoria aquella puerta de la alacena de casa de la abuela, que tenía esa misma estrella y esos agujeros de los que habla el protagonista.

Nos habla de los caramenos, seres mitológicos rurales, como los carancancanes a los que yo veía vestidos de blanco, gelatinosos y despendolados vagando en las noches sin luna.

Son convocadas las abejas que siguen nuestros pasos, volvoretas que adornan nuestras cabecitas de infantes, toda una cohorte de bichitos, séquito inolvidable de la infancia.

Recuerdo que cuando llovía, la sangre blanca de los niños se desplomaba furiosa por la «Meá la vaca», y hasta oíamos las voces de los pobres niños sacrificados y acelerábamos el paso apretando fuerte las manos contra las orejas para no oírlas. Quien escuchaba aquellos gritos, era presa segura del Señor de la Montaña, eso decían las consejas de los viejos algunas noches al calor de lumbre.

Por este hermoso texto de Mercé Rodoreda pasan rebaños de palabras como nubes, árboles sagrados que guardan memoria de muertos y vivos. Es tan denso el silencio que puebla estas páginas, que asusta. Nosotros lectores, nos adentramos en ellas, como los pobladores de ese raro lugar se internan en el bosque. En algún momento pienso que la muerte debe ser un silencio insoportable.

Esta vida se nos pasa entre dos certezas: la muerte y una primavera efímera  y así hay que asumirla.

Cada uno de los habitantes del pueblo que recrea la novela de Rodoreda  tiene una argolla y una medalla con su nombre para ser clavadas en su árbol en el bosque de los muertos, ese al que los niños no pueden ir.

 Nos queda claro que nacemos con la condición de que hemos de morir un día. Desde nuestro nacimiento hay un árbol que tiene nuestro espíritu y por el que  bulle nuestra sangre. Árbol de vida y de muerte. Cuando uno muere, vuelve al árbol y con él parte hacia la vida eterna.

Son las leyendas de los viejos que todo lo saben y que son capaces de suplantar al mismo Dios, por quien dice que todo fue hecho.

Estoy segura de que el mundo que conocemos, ese que quedó encerrado en el paraíso de la infancia, fue creado por los viejos.

¡Cuánta poesía encierra este librito de Mercé! Poesía que nos explica el mundo  e intenta hacerlo habitable, aunque muchas veces es tarea casi imposible.

Hay que coleccionar amaneceres y atardeceres, rayos de sol, rabos de nube, el misterio de la niebla, el susurro del viento entre las hojas, el rumor que nace de las entrañas de la tierra, el borboteo del agua, el dulce zumbar de las abejas, el aleteo de los pájaros sobre nuestras cabezas…contemplar de nuevo el río de la infancia que no se detiene, mirar hacia el cielo para ver caer cachitos de luna y estrellas y recogerlas en el cuenco de las manos.

Pero el paraíso de la infancia tiene también sus fantasmas, sus monstruos, sus parajes agrestes que nos provocan escalofríos, pozos profundos a los que da miedo asomarse. El agua que no desemboca y que te atrapa en su vientre oscuro.

Convoca Mercé una y otra vez a las fuerzas telúricas de la naturaleza para crear un universo lorquiano en el que la tragedia está siempre a punto de suceder. No podemos ignorar la voz de la tierra y sus criaturas.

Desde que el mundo es mundo, el hombre ha intentado descifrar el misterio de la muerte. Es pregunta recurrente que hay después, de qué manera el alma inmortal se separa del cuerpo y es transportada desde un carro que sube al cielo desde la misma base del arcoiris. Necesitamos estas explicaciones mágicas para arrojar alguna luz sobre aquello que la razón no puede ni sabe aclarar.

En esta novela de Mercé Rodoreda se exploran los temas clásicos de los que desde siempre se ha hecho eco la historia de la literatura: la vida, la muerte, el mundo como prisión, supersticiones y creencias, la eternidad, la soledad, la falta de libertad, el amor, el destino… Pero hay otro tema que a mí me parece crucial en esta novela: el deseo.

«…que te arrastre el sufrimiento pero no el deseo…porque el deseo te hace vivir y por eso les da miedo».

Bien pensado, tenemos más miedo de vivir que de morir, porque para vivir hace falta no temer al deseo. Si nos matan o matamos el deseo de vivir, qué nos queda sino caminar hacia la muerte, qué nos queda sino ser muertos en vida como muchos de los personajes que pueblan esta novela.

Pese a la densidad trágica que soporta este texto, hay resquicios por los que se escapa la llama titilante de la esperanza, esa que nos impulsa a no perder nunca el hambre en los ojos, la mirada encendida, el deseo que es parte indisoluble de la vida.

Mª José Vergel Vega

martes, 25 de marzo de 2025

SONETO PARA UNA NUEVA PRIMAVERA

 


SONETO PARA UNA NUEVA PRIMAVERA

 

De nuevo regresó la primavera

a esta orilla incierta de mi vida,

abril es un estruendo en la ribera

de aromas y colores bendecida.

 

De pájaros el cielo reverbera,

arcoiris de amor para mi herida;

ya se impone la luz a la ceguera

en el alma de ardores encendida.

 

Ensaya el corazón nuevos latidos,

recogen las pupilas flor de jara

y estallan en clamores los sentidos.

 

Ya la tierra amorosa nos declara,

en los blancos cerezos florecidos,

un murmullo de amor como agua clara.

 

Mª José Vergel Vega

lunes, 10 de marzo de 2025

Las mandarinas de Dauseda

 

Mi buceo particular en la intrahistoria de los miércoles, se lo dedico hoy a un hombre sencillo y bueno de mi pueblo, «Tío Venancio». Él me contó la historia que a continuación voy a compartir con vosotros. Tío Venancio entornaba los ojos mientras expresaba lo mucho que ha cambiado la vida, cómo antes se apreciaban las cosas, cómo todo se compartía, cómo las casas estaban abiertas de par en par para aquel que necesitara de nosotros. Y tiene toda la razón, ahora nos miramos con recelo, la envidia sobrevuela como moscardón , lo hacemos todo para nuestro provecho,  sin pensar en que pueda sufrir el que tenemos al lado. Es verdad, tío Venancio, yo también me barrunto que algo feo, muy feo, está pasando; no confiamos los unos en los otros y eso, palabra de Julia, que no me gusta ni zarrampiu .

 


Esto que voy a contaros  me sucedió hace unos días. De regreso a casa, me sorprendí más de una vez pensando en lo que aquel buen hombre me había contado, mientras esperaba para entrar al médico.

¡Qué cosas tiene tío Venancio!, me repetía yo a mí misma.

No me ví la cara, pero seguro que llevaba dibujada una sonrisa bobalicona, esa que nos sale cuando vamos pensando en otra cosa, y nuestros pies caminan como si pisaran estrellas, que digo yo.

 

Tío Venancio, me había hecho pensar en la cantidad de pequeñas cosas que bastan para hacernos felices cada día. Me regaló uno de sus recuerdos y yo, agradecida, lo deposité dentro de mi vieja caja de galletas, en ella estará a salvo de los embates del tiempo traicionero  y de la memoria , que a veces da bandazos. En el vientre de esa caja, que huele a galletas María,  podrá encontrarlo mi hermana, protagonista de esta historia.

Pues…esto era de saber que hubo un tiempo en que todos éramos muy felices en una casa en medio del campo, en el mismo corazón de Dauseda. Dicen que tío Venancio estaba con papá Leandro preparando la tierra para la próxima siembra. Cuando llegó la hora de comer el «cacho pan», ambos se sentaron en el portal a reponer fuerzas.

Cuentan también que, en el momento en que tío Venancio fue a comerse la fruta, una niña de grandes ojos y pelo rizado, apareció por allí y se quedó tan embelesada mirando las mandarinas que iban a servirle de postre, que el buen hombre le dijo a la criatura:

¿Quierih una , bonita?

Sigue la historia contándonos que aquella niña hizo un gracioso mohín, inclinó la cabeza hacia un lado y contestó:

–¡Buenu!

 

 

Cautivado debió quedarse el bueno de tío Venancio, viendo con qué sazón se comía aquel diminuto ser la apetecible fruta, y no pudo por menos que preguntar:

–¿T,a guhtau, bonita?

Llegados a este punto, el cronista se queda un momento en suspenso, creemos que en solidaridad con aquella linda niña que, al parecer, entornó los ojos, sonrió con dulce sonrisa y después de morderse el labio inferior, espetó:

–¡Condeliriu!

¡Bendita expresión ésta que me refirió el cuentista! ¡Condeliriu!, así, todo junto, porque en este pueblo nuestro, la expresión llega de un golpe a la boca; y de un golpe ha de salir. Porque de un golpe se expresa el delirio, la delectación con la que una niña de pocos años manifestaba su agradecimiento, sin medida, ante el regalo de aquel manjar que a día de hoy pudiera parecernos tan simple.

Esto sucedió hace ya algunos años, pues el cronista no lo precisa con exactitud,. Fue en el mismo corazón de Dauseda, cuando aún las mandarinas eran frutas mágicas que despertaban el delirio de los niños.

 Mª José Vergel Vega

NOTA: Este artículo fue publicado en Torrejoncillo Todo Noticias el 19 de Septiembre de 2012.