Son muchas las escritoras
olvidadas a lo largo de la historia de la literatura.
Quizá no pueda considerarse
como tal a Mercé Rodoreda(1908-1983) , pero sí puede afirmarse que no se le ha
dado la importancia que merece.
Hace poco cayó en mis manos
una novelita de romántico título: «La
muerte y la primavera»(1986), publicada después de la muerte de su autora.
Se trata de una novela
extraña, yo diría que hasta incómoda de leer en ocasiones. Conforme te vas
adentrando en ella, notas una nube negra a punto de descargar sobre tu cabeza.
Nos vemos rodeados por una
naturaleza mágica, siniestra por momentos, que entra en comunión con los
sentimientos humanos. Es el vivir al compás de los ciclos naturales.
De qué manera tan mágica─
entre amable y terrible─ se va conformando el paraíso de la infancia.
Cuenta el protagonista que
de pequeño, cuando los mayores iban al bosque, lo encerraban en el armario de
la cocina. Una no puede por menos que traer a la memoria aquella puerta de la
alacena de casa de la abuela, que tenía esa misma estrella y esos agujeros de
los que habla el protagonista.
Nos habla de los caramenos,
seres mitológicos rurales, como los carancancanes a los que yo veía vestidos de
blanco, gelatinosos y despendolados vagando en las noches sin luna.
Son convocadas las abejas
que siguen nuestros pasos, volvoretas que adornan nuestras cabecitas de
infantes, toda una cohorte de bichitos, séquito inolvidable de la infancia.
Recuerdo que cuando llovía,
la sangre blanca de los niños se desplomaba furiosa por la «Meá la vaca», y hasta oíamos las voces de los pobres niños
sacrificados y acelerábamos el paso apretando fuerte las manos contra las
orejas para no oírlas. Quien escuchaba aquellos gritos, era presa segura del
Señor de la Montaña, eso decían las consejas de los viejos algunas noches al
calor de lumbre.
Por este hermoso texto de
Mercé Rodoreda pasan rebaños de palabras como nubes, árboles sagrados que
guardan memoria de muertos y vivos. Es tan denso el silencio que puebla estas
páginas, que asusta. Nosotros lectores, nos adentramos en ellas, como los
pobladores de ese raro lugar se internan en el bosque. En algún momento pienso
que la muerte debe ser un silencio insoportable.
Esta vida se nos pasa entre
dos certezas: la muerte y una primavera efímera y así hay que asumirla.
Cada uno de los habitantes
del pueblo que recrea la novela de Rodoreda
tiene una argolla y una medalla con su nombre para ser clavadas en su
árbol en el bosque de los muertos, ese al que los niños no pueden ir.
Nos queda claro que nacemos con la condición
de que hemos de morir un día. Desde nuestro nacimiento hay un árbol que tiene nuestro
espíritu y por el que bulle nuestra
sangre. Árbol de vida y de muerte. Cuando uno muere, vuelve al árbol y con él
parte hacia la vida eterna.
Son las leyendas de los
viejos que todo lo saben y que son capaces de suplantar al mismo Dios, por
quien dice que todo fue hecho.
Estoy segura de que el mundo
que conocemos, ese que quedó encerrado en el paraíso de la infancia, fue creado
por los viejos.
¡Cuánta poesía encierra este
librito de Mercé! Poesía que nos explica el mundo e intenta hacerlo habitable, aunque muchas veces
es tarea casi imposible.
Hay que coleccionar
amaneceres y atardeceres, rayos de sol, rabos de nube, el misterio de la
niebla, el susurro del viento entre las hojas, el rumor que nace de las
entrañas de la tierra, el borboteo del agua, el dulce zumbar de las abejas, el
aleteo de los pájaros sobre nuestras cabezas…contemplar de nuevo el río de la infancia
que no se detiene, mirar hacia el cielo para ver caer cachitos de luna y
estrellas y recogerlas en el cuenco de las manos.
Pero el paraíso de la
infancia tiene también sus fantasmas, sus monstruos, sus parajes agrestes que
nos provocan escalofríos, pozos profundos a los que da miedo asomarse. El agua
que no desemboca y que te atrapa en su vientre oscuro.
Convoca Mercé una y otra vez
a las fuerzas telúricas de la naturaleza para crear un universo lorquiano en el
que la tragedia está siempre a punto de suceder. No podemos ignorar la voz de
la tierra y sus criaturas.
Desde que el mundo es mundo,
el hombre ha intentado descifrar el misterio de la muerte. Es pregunta
recurrente que hay después, de qué manera el alma inmortal se separa del cuerpo
y es transportada desde un carro que sube al cielo desde la misma base del
arcoiris. Necesitamos estas explicaciones mágicas para arrojar alguna luz sobre
aquello que la razón no puede ni sabe aclarar.
En esta novela de Mercé Rodoreda
se exploran los temas clásicos de los que desde siempre se ha hecho eco la
historia de la literatura: la vida, la muerte, el mundo como prisión,
supersticiones y creencias, la eternidad, la soledad, la falta de libertad, el
amor, el destino… Pero hay otro tema que a mí me parece crucial en esta novela:
el deseo.
«…que
te arrastre el sufrimiento pero no el deseo…porque el deseo te hace vivir y por
eso les da miedo».
Bien pensado, tenemos más miedo
de vivir que de morir, porque para vivir hace falta no temer al deseo. Si nos
matan o matamos el deseo de vivir, qué nos queda sino caminar hacia la muerte,
qué nos queda sino ser muertos en vida como muchos de los personajes que
pueblan esta novela.
Pese a la densidad trágica
que soporta este texto, hay resquicios por los que se escapa la llama titilante
de la esperanza, esa que nos impulsa a no perder nunca el hambre en los ojos,
la mirada encendida, el deseo que es parte indisoluble de la vida.
Mª José Vergel Vega
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