domingo, 21 de septiembre de 2025

Dejándome leer por Muñoz Molina.

      


El mundo es hoy puro desasosiego. Una desearía abrir las ventanas y asomarse a la eternidad, a ese cachino de paraíso que cada cual deberíamos habitar sin que nadie nos dinamitara la tierra que pisamos, ni nos arrebatara las personas que amamos.

Me paso estos días de verano buscando mariposas blancas, volvoretas juguetonas de la infancia que auguraban buenas noticias. Ni por asomo revolotean a mi alrededor. Todas pasan de largo.

 Cuando me siento perdida, derrotada, enrabietada, a punto de perder el hilo de esperanza que milagrosamente me queda, cuando estoy muerta de miedo, cuando no encuentro sentido al sinsentido de un mundo desnortado, cuando no puedo con los muertos que gimen a diario nuestra indiferencia, suelo refugiarme en los libros. Me echo en brazos de historias que me acogen, que me zarandean, que me sacuden hasta que rompo a llorar sobre tanta indiferencia y tanta falta de humanidad. 

 Leo sin descanso para encontrar un poquito de luz sobre la barbarie, sobre los ojos abiertos de los niños que cada día son asesinados. Me duele la sinrazón del hombre que mata al hombre. Me duele tanta sangre derramada. No puedo apartar de mí el cáliz de los perseguidos, de los humillados, de los miles de palestinos que alguien ha decidido que no valen nada y se les extermina como si fueran alimañas. Es tanto el dolor, que no sé qué hacer . Entonces  leo para atenuar el dolor, para encontrar las palabras que me sirvan de plegaria para los muertos del sinsentido.

 Dice Javier Cercas que no leemos los libros, sino que son ellos los que nos leen a nosotros; así que diré que, en honor a la verdad, no he leído, sino que me he dejado leer para calmar mi angustia, para saber qué hacer ante las injusticias.

El verano es esa estación que preludia la vuelta a las obligaciones cotidianas de cada uno. Transito este tiempo en sazón estirando el placer del café pausado, de la lectura que se alarga. Entre ellas, El verano de Cervantes de Muñoz Molina, que me devuelve mi primera incursión en el Quijote a través de una edición hermosísima del siglo XVIII, en verano a la hora de la siesta cuando yo era una infantita de ocho años.

 De repente, Muñoz Molina  habla de la infancia, de la suya y de la mía.

 Mi infancia de pies descalzos, de pelo alborotado, salpicado de mariposas blancas, las de los buenos deseos. De las otras huía como alma que lleva el diablo. Mi infancia de escarabajos negros zumbando  en la higuera inmensa de los abuelos. Pienso que Korsakof se inspiró en la fiesta de esa higuera para componer el hipnótico vuelo del moscardón.

Mi infancia y el canto amarillo de la oropéndola en la morera del corral. Mi infancia y aquel gallo empedrado que me tenía fijación. Mi infancia y la vaca Golondrina, aquella suiza de ojos profundos y ubres generosas, a la que mi padre le contó una mañana que se habían acabado los años del ordeno y mando.

 Mi infancia es mi madre con los brazos en jarra esperando que sus hijos revisaran lo que habían dejado por hacer. Mi infancia son sus manos blancas que olían a pan y a jabón lagarto.

 Mi infancia es un paraíso azul y verde al que yo he renombrado tal y como me sale del alma. Dauseda de sirenas y barcos varados.

 Mi infancia tiene que ver con mi bendita costumbre de volver a los lugares en los que un día fui feliz aunque entonces no lo supiera.

 Mi infancia son los veranos descubriendo mil y una lecturas en el desván de la abuela, al refugio de la siesta, llenando las horas que restaban para salir a correr aventuras en el descampado con el sandokán rubio del Yoni.

Muñoz Molina es experto en ponerme un temblor en el alma. De repente, dejándome leer, todo estalla y el corazón destapa el latido arrollador de los recuerdos. 


Mª José Vergel Vega 

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