domingo, 26 de octubre de 2025

Dejándome leer por Han Kang.

 



Estimada Han Kang:

Te escribo desde la orilla del silencio, a la hora en que las sombras convocan su aquelarre.

Me pregunto qué sucede cuando las palabras no encuentran el camino de salida, cuando los ojos se cubren de niebla y no son capaces de asombrarse ante el mundo.

¿Qué pasa si nos abandona el milagro del lenguaje?

¿Qué hacer, cuando aún teniendo la capacidad del lenguaje no nos entendemos? ¿Acaso no es esto estar mudos y permanecer sordos ante lo que a nuestro alrededor acontece?

Solo existe aquello que se nombra, dice una terrible sentencia.

Me sumerjo en La clase de griego y constato que no solo nombran las palabras. También lo hacen las miradas, las manos que sostienen el mundo. Nombra el dolor cuando es aceptado como parte del bagaje de la vida. Nombra el silencio, que es palabra presentida, con su sístole y su diástole.

Tus palabras apelan al sentimiento, a lo que nos brota del alma. Su latido se siente desde lo más profundo del silencio y va a lo más profundo de las cosas. El alma es una dulce volvoreta que nos aletea queriendo salir para dejar la levedad de su esencia de amor en cuanto nos rodea.

Según Carlos E. de Ory el silencio es políglota, solo tenemos que aprender a escucharlo y las posibles interpretaciones nos serán dadas por añadidura.

En el silencio me reconozco y soy capaz de reconocer a los demás.

Todos somos “el profesor” o “la mujer” que, a cuestas con la pesada roca que el mundo les impone, son capaces de buscar esos instantes que hacen posible continuar el sinuoso camino de la vida.

 Pasará el tiempo y nos seguiremos preguntando las mismas cosas en medio del silencio de la madrugada, y posiblemente nunca daremos con la respuesta adecuada.

Mientras seamos capaces de hacernos preguntas, no todo estará perdido. Persistir, esa es nuestra fuerza.

Agradecida, una lectora.

Mª José Vergel Vega

 

 

jueves, 9 de octubre de 2025

MORDISQUITOS DE LUNA

 



A veces sucede que una tarde cualquiera, nos visita la magia.

No puedo tener lugar de trabajo más bonito: una biblioteca escolar rodeada de un bosque encantado, aguas cantarinas, flores de todos los colores y un cielo azul con nubecitas que dan ganas de comérselas.

Cada tarde, nos sentamos en la pradera de los cuentos bajo las ramas protectoras del Árbol de las Palabras, ese cuya narizota hace tanta gracia al pequeño Manuel y en cuyo tronco tiene su hogar el duendecillo Biblonio, un ser al que nadie ha visto jamás porque dicen Alma y Elsa que siempre está de compras.

Hoy invitamos a nuestra pradera a M. Grejniec y a su preciosa historia de ¿A qué sabe la luna?, que ya ha visitado este lugar alguna que otra vez, pero que siempre es bien recibida. Cuando las historias se escriben desde el temblor del corazón, han de llegar por fuerza,  al corazón de los grumetes aprendices de lectores que las reciben.

Al final, siempre es lo mismo. Todos tenemos ganas de pegar un mordisco a ese cachito de luna que consiguió el pequeño ratón cuando ya casi habían perdido la esperanza.

Si lo intentamos y no desfallecemos, si perseveramos juntos, podemos conseguir poner coto a lo imposible. Es claro y notorio que si no se intenta, no hay forma de lograr algo. Todos, hasta el más pequeño y vulnerable, somos importantes para conseguir aquello que nos propongamos. Juntos, sumamos.

La boca se nos hace agua pensando en las cosas ricas a las que nos sabría la luna: a chuches, a macarrones con bien de tomate, a chocolate blanco, a chocolate blanco mezclado con negro, a fresas pero con ese otro ingrediente blanco y dulce ─dice Daniel─ . A Julia le sabe a queso, pero como no le gusta, pues que se lo coma su padre…

Y, de pronto, a Candela se le encienden esos ojitos de aceituna que tiene y dice que por favor, por favor, por favor, que la luna sepa a malvavisco, y lo dice como si tuviera la nubecilla esponjosa deshaciéndose en la boca. Laura entorna los ojos y mueve las manos nerviosa: ─¡Sí, por favor! ¡Yo no sé que es esa cosa, pero que sepa a malvavisco!

Y con el cachito de luna imaginaria dando vueltas en nuestras bocas, damos gracias a Grejniec por escribir esta historia que tanto bien nos hace y que tantas sensaciones nos despierta.

Algo se remueve dentro del tronco del Árbol de las Palabras. ¿Habrá regresado el duendecillo Biblonio?

Mª José Vergel Vega

 

jueves, 2 de octubre de 2025

Tiempo de granadas y versos.

 



Se marcha septiembre con su perpetua manía de despeinar jardines y vestir de otoño el alma.

Con él se me ha ido el cantor eterno que, desde su Esparragosa de Lares, abrió al mundo una ventana de versos hechos canciones, con la intención de hacer esta tierra nuestra más humana.

Es otro el trinar de los pájaros en este nuevo veranillo de San Miguel, arcángel de ejércitos celestiales y membrillos en sazón.

Justo antes del amanecer, hay un pájaro que pasa avisando del prodigio. Todos los días sale el sol, por más que estén tristes tus ojos, por más que Palestina sea un mar de sangre y el mundo sea un trasunto del mal y de la falta de escrúpulos, por más que se nos llenen los rincones de ángeles exterminadores.

Mi tabla de náufrago son hoy los versos de Pablo Guerrero. Los leo en voz alta con Zazú que hunde su hocico en mi regazo. Navego por el vaivén tranquilo de su respiración, por la música callada de los versos, río por el que aletea un temblor de peces y manantiales.

Detengo la lectura y le digo a Zazú, en su duermevela, que qué solos nos vamos a quedar los vivos si dejamos que se nos mueran los muertos.

Afuera está el jardín callado, como esperando el sueño. Adentro de mi cabeza pienso que debería decretarse la prohibición de morirse a los payasos, a los actores, a los cantautores, a los poetas, a los cantautores-poetas como Pablo,  a los tipos y tipas de corazón XXL, y en general a todos los hombres y mujeres de buena voluntad y mejores agallas, a los que aún les seduce el sueño por cumplir de la PAZ y la CONCORDIA.

Te me has ido con septiembre, cantor de mis horas calladas. Tus versos, como cuentas del rosario que rezo cada día, misterios de gozo y dolor de todos mis naufragios.

Cierro los ojos y cobra vida esa imagen tuya con las granadas entre los brazos. Escribo tu ausencia bajo el granado de mi jardín, que este otoño no dará fruto. No obstante, por aquello de que sobre las ruinas también vuelan los pájaros, sé que en mitad de mi pecho, una granada roja como la sangre, se derramará al amor de tu canto.

Tus versos son mundos de andar por casa. Y me repito como un mantra, justo y necesario, que es tiempo de vivir, y de soñar, y de creer, de que tiene que llover a cántaros. Tiempo de dejar que la lluvia se lleve toda la ponzoña del mundo y a todos los emponzoñados.

Es tiempo de vivir, y de soñar, y de creer que la lluvia traerá una nueva humanidad, que se preocupe por la humanidad. Es tiempo de que esa lluvia beatífica nos salve del cainismo y de ese ejército de ángeles caídos que devoran la vida entre sus dientes.

 Mª José Vergel Vega