Hace ya muchos meses que en nuestra pequeña aldea de Gaza, donde vivimos, suenan las sirenas
cuando menos lo esperamos.
Hoy, para variar, ha
sido un día tranquilo. Hasta habíamos jugado entre las ruinas los niños del
barrio. Construimos una cometa de un blanco sucio con unos trapos que
encontramos. Estuvimos volándola un rato muy grande. Ahmed dijo que seguro que
papá se pondría contento de verla desde su estrella en el cielo. Al atardecer, cada
cual regresó a su casa, o a lo que nos queda de ella. Ojalá todo siga en calma
y podamos rezar tranquilos por los que esta guerra tan fea se ha llevado.
Como cada noche, cuando tenemos harina, yo ayudo a mamá a
hacer el pan de pita para la cena. Me encanta meter mis manos pequeñas entre la
masa y pintar la nariz de mi hermano cuando está despistado. Los tres reímos
con mi ocurrencia. A mí me gusta mucho el pan de pita. ¡Huele tan rico, que
parece que en ese olor tan familiar
estamos a salvo! ¡Hasta se me olvida la guerra por un momento!
Ahmed, sin parar de reir y haciendo malabares con los platos,
pone la mesa. Yo aplaudo esa actuación improvisada. Mi hermano es mi héroe.
Justo en el momento en que mamá saca el pan del horno,
comienzan a sonar las sirenas. Mamá nos entrega nuestra porción de pan recién hecho y
nos pide que la guardemos en los bolsillos. Nos toma de la mano y salimos los
tres a la calle para dirigirnos al refugio. Ya lo hemos hecho en otras muchas
ocasiones.
Esta noche, las sirenas suenan con tanta urgencia, que
tenemos que correr más rápido que otras veces. Mamá tropieza y cae al suelo, pero nos dice que sigamos corriendo, que ya nos veremos en el refugio.
Yo miro a mamá un momento, pero Ahmed tira fuerte de mí.
Corremos. Corremos. Corremos.
Las sirenas suenan
cada vez con más intensidad. Una luz cegadora, a la que sigue un estruendo muy
grande, nos paraliza. Ahmed aprieta fuerte mi mano. Se abren a nuestros pies
las entrañas de la tierra. No podemos
llegar al refugio. Nos resguardamos en un hueco que a mí me parece como una
cueva, en la que entra, como un milagro la luna
llena.
Lloro. Me acuerdo de mamá, de nuestra casa, del limonero que
sembramos en el pequeño huerto para honrar a nuestros ancestros. Siento que me estallan los oídos. Quiero
llamar a Ahmed, a mamá, pero mi boca está muda. No oigo nada. No puedo hablar. ¿Por
qué tanto silencio de pronto?
Ahmed me abraza muy fuerte. Aprieta mi cabeza contra su
pecho. Me acuna. Dice o canta algo que
yo no oigo, pero me gusta leer sus labios dulces.
Hala Layya.
Estoy tranquila. Los ojos enormes de Ahmed velarán mi
descanso. Sé que no dejará de sonreírme. Que me cogerá la mano, me acariciará
las mejillas o apartará algún mechón rebelde de mi frente, como hace mamá
mientras me lee el cuento de buenas noches. Ahmed me sigue hablando, creo que
ahora dice “Amira, mi pequeña reina.
Agita tus alas como una paloma y vuela hacia la libertad”. Canto, desde mi
silencio, esa nana que tantas veces escuché en la voz de mamá. Sonrío a mi
hermano y él me sonríe derramando sobre
mí toda la miel de sus ojos.
Hala Layya.
Sigue cantando y al abrazarme, me llega el olor a pan
reciente que sale de su cuerpo. Comemos el pan de pita que mamá nos hizo
guardar en los bolsillos. Damos gracias a Dios por estar juntos comiendo este
alimento y le pedimos tenga misericordia de los que se fueron y que nos
devuelva a mamá sana y salva. Pienso en mamá y lloro.
Hala Layya. “ Deja de
llorar, pequeña, mi alma siempre te protegerá”.
Deben de estar sonando de nuevo las sirenas, porque Ahmed me
abraza aún más fuerte. Me mira y me sonríe. No debo tener miedo. Mi hermano es mi héroe. Él siempre
pondrá voz a mis silencios. Él siempre hablará por mí cuando no encuentre las
palabras. Cuando todo sea oscuridad, me alumbrarán sus ojos que atesoran toda
la luz que los mártires de Palestina nos envían desde el paraíso.
Estoy cansada. Cierro
los ojos. Intento dormir. Sé que cuando despierte, Ahmed seguirá ahí, sin moverse de mi lado. Juntos iremos a buscar a
mamá y volaremos de nuevo la cometa de un blanco sucio que tanto le gusta ver a
papá desde su luz en el cielo.
Me acurruco en el
cuenco de su pecho. Ahmed, mi hermano querido
“el que agradece a Dios”, dulce nombre de los de mi estirpe.
Mª José Vergel Vega

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