![]() |
Foto Internet |
Guardo este artículo, que ya se publicara con anterioridad, con especial cariño. En él duerme una preciosa historia, al menos para Julia y para mí, de un verano ya lejano en el que ambas descubrimos la aventura de leer e imaginar.
Los”
Libros del General” estaban colocados en una librería de madera muy antigua que
había en el piso alto. La abuela me la había enseñado alguna vez, pero me tenía
terminantemente prohibido cogerlos a mí sola; no porque pudieran resultarme
perjudiciales moralmente, sino porque algunos de ellos eran verdaderos
incunables. Era el caso de un Quijote en dos tomos con una encuadernación
lujosísima, de piel de vaca repujada, aunque yo, sinceramente, prefería lo que
había por dentro.
Recuerdo que la primera vez que lo abrí
tuve que taparme la boca con las manos para no gritar de asombro. Estaba
escrito con una letra preciosa con muchos adornos, y unos dibujos que invitaban
a soñar y a zambullirte de lleno en el mundo de los Caballeros Andantes y las
Damas Enamoradas. Pero quien quiera que fuera el que había escrito aquel libro
con aquella letra tan preciosa, sin duda no había tenido , ni por asomo, una
maestra tan severa como la mía: ¡ Madre Soberana, si allí había miles de faltas
de ortografía! Si el tal Cervantes, que así se llamaba el autor, hubiera tenido
que copiar veinte veces cada palabra mal escrita, todavía hoy estaría
escribiendo, el pobre. Después me enteré- mi abuela por poco se muere de la
risa cuando me lo explicaba el viejo General Mutilado-, que en los tiempos en
que Cervantes escribió El Quijote no se escribía como ahora, y lo que yo creía
faltas de ortografía, pues resulta que no lo eran.
¡Pues menos mal!, porque ya estaba yo
dispuesta a plantear severa batalla a la
Señorita Remi, que siempre estaba con aquello de que las faltas de ortografía
le daban un dolor de barriga tremendo. ¡Pobre! Por eso estaba mala cada dos por
tres.
Os confieso que en un solo verano conseguí
leerme los dos tomos de El Quijote, que ya es mérito para una niña de ocho
años. Por eso, aunque a muchos les sonará extraño y a niña repelente, cada vez
que me preguntan cuál es mi libro favorito, siempre digo que El Quijote y me
importa un pimiento que la gente me mire con mal disimulada cara de asco. ¡Qué me importa a mí que las demás niñas
prefieran a Blancanieves, Caperucita y otras del mismo estilo! Ni se imagina la
gente el grado de felicidad que yo alcanzaba cuando me ponía a leer aquella
maravilla, con aquellos dibujos tan fantásticos del loco de Don Quijote colgado
de los molinos de viento, o del bueno de Sancho Panza con su barriga serena y
oronda, que no lograba explicarse qué había hecho él para merecer semejante
amo.
Los ratos de lectura secreta de El Quijote
eran lo mejor del verano, bueno, de lo mejor del verano, porque ya os contaré
ya, acerca de una criatura rubia y desmelenada por quien yo bebía los vientos,
pero eso será en otra ocasión.
Y así fue cómo gracias al General Mutilado
y gracias a aquel libro tan precioso, descubrí el placer de la lectura, uno de
los mayores placeres de mi vida.
Después vinieron otros libros que también
se encontraban en aquella estantería prohibida del piso alto. Unos me atraían
por su apariencia externa, tenían portadas maravillosas; en cambio, otros
comenzaban a cautivarme cuando me
adentraba nerviosa en sus páginas: Cumbres Borrascosas, Jardín Umbrío. Éste
último era un librito minúsculo de Don Ramón Mª del Valle Inclán, hombre muy
culto y todavía más raro y con una barba larguísima, del que me explicaron que
era un poco desarrapado en el vestir y en las costumbres, un tanto bohemio. Lo
de bohemio no lo entendí muy bien, pero lo que yo saqué en claro era ,
resumiendo mucho para no cansar, que a ese Don Ramón Mª no le hubiera gustado
nada verme a mí los domingos con el vestidito blanco y los lazotes de niña
bien. Claro, que si a este señor le dicen que una niña “educadita y decente”
como yo va por ahí leyendo su Jardín Umbrío, con alevosía y al amparo de la
siesta, pues fijo que se muere del susto.
Y todas estas cosas y muchas más que no
cuento para no aburriros en exceso, me pasaban a mí a la hora tórrida de la
siesta, que es cuando yo aprovechaba para darme un buen chapuzón de letras.
Esperaba el tiempo suficiente a que la Abuela Julia comenzara su serenata de
ronquidos y me encampaba escaleras arriba más callada que un muerto. Allí
arriba se me pasaba el rato sin enterarme, hasta que oía el crujir del somier,
y eso significaba que tenía que bajar inmediatamente, tumbarme en el sofá y
hacerme la dormida, para que la abuela no sospechara que yo andaba en algún
asunto que no fuera propio de una niña “educadita y decente”, como yo.
Nunca imaginó la abuela Julia que yo
leyera a Cervantes o a Valle Inclán, ella pensaba que yo seguía leyendo los
cuentos tontos que leía la mayoría de los niños de mi edad: la historia de
Caperucita, que para mí no era más que una niña tonta y hortera, amén de resueltita, que se dejó engañar por el lobo y amén de desobediente, eh, porque lo primero que le
dijo su madre que no hiciera es lo primero que hizo; o la historia de Blancanieves que después
de llevar ya unos días con la hermosa manzana en el estómago atacada ya lo suficiente
por el veneno, llega un príncipe hermoso, le da un beso y va y resucita…para
resucitaciones está la realeza…
¡Que no, que no podía yo leer semejantes
niñerías y menos tragármelas, claro! Estas historias estaban bien cuando una
tenía cuatro o cinco añitos, seis si me apuran, yla Señorita Remi las contaba
en versión original, que quiere decir que nos hacía las voces de los
personajes, y los gestos y todo… bueno, todo todo no, porque cada vez que me
tocaba hacer de Blancanieves el príncipe se ponía modorro y de beso
nada…¡hombres!
Y si después de lo que os he contado os
creéis que yo me pasaba el verano leyendo y venga a leer, ¡vais listos! Que yo
fuera una niña culta, no quita que también fuera aficionada al juego que, por
otra parte, ha de ser la ocupación propia
de una niña de ocho años. Y más si rondaba por allí aquel sandokán rubio
del Yoni, por quien yo bebía los vientos. Y al Yoni leer, lo que se dice leer, no le iba mucho.
Palabra de Julia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario