“…Y cómo huir cuando no
quedan islas para naufragar”
(Peces de ciudad, Joaquín Sabina)
Creedme
cuando os digo que es muy recomendable, tener a mano unos ojos como los de Paul
Auster. Espero que sigáis mi consejo, porque sé de lo que hablo. Unos ojos como
esos, pueden ser necesarios para echar a andar cada día; o mejor, para no
perder, en algún embate inesperado, las alas de la ilusión.
Esa que
cotillea mis cuadernos y que ustedes conocen igual que yo, había dejado Leviatán,
olvidado encima de la mesa. A servidora le gusta leer y mucho, pero los
autores norteamericanos no han sido nunca santos de mi devoción lectora. Pero, sólo
por los ojos que tiene este tal Auster,
me empeñé en hacer el esfuerzo.
Confieso que la experiencia resultó fascinante. De todas formas, para
ser honesta, os diré que hacia la página sesenta, o tal vez antes, estuve
tentada de abandonar la aventura; pero mi orgullo de lectora convencida le dio
un manotazo al mal pensamiento y continué…y continué, y… ya no pude dejarlo
hasta el final.
Me dejé
envolver por una trama impecable, hecha de casualidades que, bien pensado, no
son tales. Todo está perfectamente conectado, ni sobra nada ni hace falta nada;
y todo, con un ritmo narrativo perfecto.
A través
de los dos escritores protagonistas de la historia, Peter Aaron y Benjamín
Sachs, el propio Auster se nos hace presente en la novela.
Leviatán, comienza con una fórmula potente, de esas que
hacen lectores: “Hace seis días un hombre
voló en pedazos al borde de una carretera en el norte de Wisconsin”.
A
través de sus historias, ¿reales?, ¿ficticias?, Auster nos va dando las claves
de su propio pensamiento, lo que opina sobre ciertas cuestiones por las que, valga
la redundancia, seguimos cuestionando a los EE.UU. Benjamín Sachs escribió su
primer libro en la cárcel, porque se negó a ingresar en el ejército y
participar en la Guerra
de Vietnam. El propio Auster se vio en esa tesitura, y da gracias a que no fue
llamado a filas, pues si no, hubiera terminado escribiendo en el mismo lugar
que su personaje.
No voy
a contaros la trama de la novela, la verdad es que ni se me había pasado por la
imaginación. Os animo a que la leáis y la disfrutéis y después…por favor, mirad
los ojos de Paul Auster, eso sí, guardando las debidas precauciones; porque
Auster tiene unos ojos hermosos, un tanto rasgados, de mirada pícara y sensual.
Resulta difícil mantener su mirada, pero también una no se resiste a dejar de mirarlo.
Los
ojos de Paul Auster te miran por dentro, sin andarse con rodeos ni absurdos
prolegómenos…A estas alturas, no sé si me impresionaron más sus ojos, o la
novela que acababa de leer, o quizá fuera su potente personalidad; no lo sé, no
lo tengo claro. A Auster le gusta jugar a que tiene un doble: por un lado está
el Auster que sueña, piensa, bebe, come, imagina, lee, ríe, llora, se aburre,
ama, odia, vive…como nos pasa a cualquiera; y, por otro, el Auster escritor,
capaz de hacer lo imposible con las palabras, capaz de disfrutar al máximo construyendo
historias; pero también, capaz de sufrir lo que no está escrito, hasta que
encuentra la palabra perfecta: “La
palabra más corta está rodeada de kilómetros de silencio para mí, y hasta
cuando consigo poner esa palabra en la página, me parece que está allí como un
espejismo, una partícula de duda que brilla en la arena”. Son palabras que
Auster pone en boca de uno de sus
personajes, pero que seguro, coinciden con lo que él mismo piensa al respecto
del proceso creador, tan apasionante y tan complicado, tan… arrebatador como
sus ojos.
… Y es
que hay veces que unos ojos te salvan de los naufragios cotidianos, y son
capaces de sostener el mundo, con el que hace tiempo te da la impresión que no
puedes.
Hay días en
que nos sentimos quizá un poco más náufragos, y necesitamos la fuerza de unos
ojos como los de Paul Auster, pongamos por caso, para sortear la violencia con
que el mar furioso en el que , a veces, se convierte la vida, se empeña en
devorar los maltrechos maderos de tu balsa…
…y, de
pronto, lo vemos claro, porque quién no se ha confiado alguna vez a unos ojos
tan profundos y seductores como los de Paul Auster. Ojos que creíamos haber
perdido, tal vez ya para siempre; pero, de repente, reparamos en que quizás
esos ojos, hayan estado siempre al cobijo de ese par de estrellas que, en una
noche clara como ésta, se han encendido
más de la cuenta para seguir sosteniéndonos el mundo.
Mª José Vergel Vega
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