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Para aquellos que saben lo que es aferrarse a una escalera y parir un sueño. |
Una vez me contaron de una mujer que
guardó un sueño tras un balcón cerrado. Me dijeron que su sueño venía de una
noche lejana, de un tiempo de guitarras, de una vieja ciudad con besos
trasnochados, en medio de un arrebato de versos heridos de amor.
Desde aquellos días lentos, guarda un
retrato ajado en un viejo álbum de fotos; también guarda la promesa de un beso
y la lluvia presentida como estación de reencuentro.
Esa mujer llegó a estar convencida de
que hay sueños que duermen tan profundamente, que uno mismo los condena a no
despertar jamás.
Pero después de tanto mirar a la Luna,
un día comprendemos, ella también lo comprendió, que siempre amanece, incluso
para los sueños.
Sólo necesitan una sombra tras los
visillos del balcón, una ráfaga de
viento que llega en las alas de las mariposas de la noche, un olor a nuevo
mundo, ese que sólo preludia la lluvia.
Aquella mujer que soñaba fue dejando
que sus manos fueran haciéndose carne en otras manos; sus ojos se encendieron
en otros ojos y consiguió que aquellos versos, llenos de amor, no hirieran sino
a los que están vacíos de palabras y tienen por corazón un pellejo reseco; pero de eso, no es
culpable su sueño.
Aquel sueño se fue moldeando en el
taller del alma, y necesitó muchos días y más noches aún, para que alientos
sucesivos, fueran dándole forma en el cuenco blando de las manos, que es el
vientre de alquiler de cualquier sueño.
La mujer que soñaba, supo un día que
debía dejar que otros soñaran su sueño; porque fabricar un sueño requiere de
una organizada cadena de montaje.
En esta compleja cadena de montaje, no
se puede obviar la necesidad de una escalera. Los sueños hay que colgarlos bien
alto para que los que abominan de ellos, siquiera por un instante, los tomen en
cuenta.
Costó mucho hacer entender a aquella
mujer la importancia vital de tan pedestre elemento, y salió con aquello de que
el alma no necesita escaleras…pero sí los sueños dijeron otras voces…
Nuestra escalera encierra una historia
de pasión y doloroso alumbramiento, en dos fases: un ascendimiento, el del
sueño de aquella mujer del balcón; pero también un descendimiento, la caída a
los sufrimientos del averno. Porque para tocar el cielo, se hace necesario enfangarse
con las miserias del infierno. Para tocar el cielo, los sueños deben ir rescatando besos al olvido de las cunetas,
allí donde los grillos cantan su cansancio desde las cuencas de las calaveras.
Manos y cuerpos en un escorzo
doloroso, soportando su cruz en una
orgía cuaresmal, para dejar bien claro
que un sueño de esta categoría se pare con dolor.
“Escribir en España es llorar” dijo D.
Mariano José de Larra, …o “morir”, que apostilló más tarde Luis Cernuda… y
ambos fueron expertos en descendimientos
y sueños rotos.
Y contemplando ahora aquel paso
luctuoso, yo digo más: gestar y parir un sueño en este mundo, en el que la
cultura teme ser arrojada por la
ventana, es morir; pero no de amor, sino de impotencia. Hay que tener ganas de traer sueños a un
mundo como éste, porque se paren con dolor…
Y si no, preguntad a aquella escalera
que no me dejará mentir, que para siempre guardará la historia de un sueño que
se hizo realidad bajo el llanto doloroso de una saeta…
¡Ay, la saeta, el cantar del que necesita
escaleras para colgarse de sus sueños!
Y sí, aquella mujer del balcón, hubo
de reconocer que para alumbrar un sueño hace falta una escalera…y que después
de aquella procesión, azabache y grana, su sueño pudo echarse a la calle y
caminar, liberado de cadenas.
Aquel sueño besa amorosamente a
cuantos lo han hecho realidad, porque si de algo huye aquel sueño es de hacerse
luz de gas.
¡Bienaventurados los que sueñan porque
sabrán que están vivos!
Desde la noche en que su sueño vino a
la vida, me cuentan que aquella mujer ha decidido dejar el balcón abierto… y
que, de tanto en tanto, mira al cielo, por si la lluvia, esa
caprichosa, regresara para traerle el beso que alguien le prometió, enredado en
un ramo de azucenas.
Hoy, el viento del otoño me confesó, que
hay noches en las que a esa mujer no le gusta lo que ve tras el balcón, y que
entonces muerde con rabia las cosas que se calla, y se empeña en borrar de entre sus dedos migajas de un olvido que se
obstina en hacerse recalcitrante, como un mal amante.
Aquella mujer en el balcón se debe a
sus sueños, por eso sigue atesorando ojos, manos, besos, versos, escaleras…y
mil y un trastos para cuando los naufragios le ponen en la mano la pistola del
desaliento.
Mª José Vergel Vega
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