Toda la noche en Damasco
sonaron las sirenas.
Lo hicieron con tanta
urgencia, que los oídos me estallaron y la voz se me quebró para siempre.
Desde entonces, unos ojos
negros y enormes velan mi sueño.
Sonríe cuando le sonrío. A
veces me toma de la mano, me acaricia las mejillas o me aparta algún mechón
rebelde sobre la frente.
Y aunque mis oídos están
vacíos, sé que me habla de los pájaros.
Ahmed se entrega en cada
abrazo y me aferro al olor a pan reciente que sale de su cuerpo.
Ahmed me mira y me sonríe.
Deben de estar sonando de nuevo las sirenas. Pero yo no tengo miedo, sé que Ahmed
pondrá voz a mi silencio, y que siempre estarán ahí sus ojos, aceitunas de miel,
a la caída de la tarde.
Estoy cansada. Cierro los
ojos. Duermo. Sé que Ahmed me susurra que cuando despierte volarán los pájaros
sobre el cielo de Damasco.
De los ojos negros, enormes, de Ahmed, se escapa
una lágrima.
Mª José Vergel Vega
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