viernes, 10 de abril de 2015

Los mendigos de París

Pont de les Arts. Foto de Paqui Cabello Calvo


¿Por qué habiendo estado en la que posiblemente sea la ciudad más bella del mundo, habiéndome hecho miles de fotos con el fondo de los lugares más emblemáticos, lo que anoto en mi diario es que incluso en París, una de las ciudades que más glamour desprende, también hay mendigos que me causan una desazón terrible?


"Me temo que escribo como mirando a otro lado" (A. Sáez Delgado)

Los mendigos de París duermen descalzos en las aceras, acurrucados sobre las rejillas que exhalan un aliento caliente y pegajoso.
Quizá sueñan con el tiempo feliz en que el útero materno los protegía y calentaba. Y mientras sueñan, intentan olvidar la certeza de que el nuevo día nacerá ya viejo y gastado, como sus harapos.
Y cuando el sol o la lluvia los despierten, volverán a coger sus cosas tan mugrientas como sus vidas, esos zapatos a los que les sale la tristeza por los costados; los abrigos que no abrigan; las colillas refumadas; la tos y los esputos, y caminarán encorvados porque llevan toda la desazón del mundo a las espaldas.
Los mendigos de París tienen porte de pintores a los que los turistas impúdicos regatean el precio de un  retrato en la Place du Tertre.
Los mendigos de París fueron perdiendo los sueños por las bocas malolientes de los metros, entre las notas de un acordeón que les llora entre los dedos.
Entre tanta belleza que llevarnos a los ojos, los mendigos nos recuerdan que la vida se nos puede poner brava cuando menos lo pensemos. Y se rascan y lamen sus heridas sin importarles nuestra presencia; y nosotros que, ¡maldita sea!, nos quejamos de vicio, tapamos nuestras narices para no oler su miseria.
Los mendigos de París conviven con la belleza estremecedora de los Puentes del Sena, y miran con añoranza los bateaux-mouches que se deslizan lentos por el río gris...En sus ojos , la estela de un amor muy viejo.
Uno de ellos, arrastra a duras penas su mala suerte, y tira de un carro remendado donde lleva todo cuanto posee, unos enseres abollados y sucios. Cruza lento por el Pont de les Arts y se detiene ante los candados de los enamorados. Al pasar junto a él me dio la impresión de que tenía algo que decirme; pero no soy capaz de detenerme, sigo caminando porque me da miedo que pueda darme una explicación que justifique su vida fuera , del que nosotros llamamos, orden social. Sigo caminando porque tengo pánico de reconocer en voz alta que yo también soy responsable de que él duerma encima de una rejilla de aire caliente; de reconocer que soy culpable de que ese mendigo, que es mi semejante, se muera de hambre, de frío y de asco en la ciudad más bella del mundo.

Mª José Vergel Vega

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