domingo, 13 de septiembre de 2015

Volvoretas


La recuerdo con ambas manos alrededor de mi cuello. Me hacía unas trenzas muy largas y apretadas, mojando el peine en el agua de aquella palangana de un blanco impoluto, que cada día tenía un nuevo descantillón.
-Ehtati quieta, criatura, que no acabamuh nunca y hay que ilsi a la ehcuela, que tu hermanu ya ehtá preparau cuantu ha_ me decía suspirando largo y tendido.
La abuela Moreno suspiraba mucho porque decía que el pecho le descansaba. Le habían pasado tantas cosas tristes... hasta una guerra había pasado la abuela, que debía ser lo más terrible del mundo, porque cuando se acordaba de ella vertía unas lágrimas grandes como puños que le resbalaban hasta el escote.
Aunque también para ella hubo días azules como el que inmortalizó la foto, siempre la recuerdo vestida de negro, con la saya casi hasta los pies, la blusa que se adaptaba a su cuerpo como un guante, el pañuelo negro cubriéndole aquel moño blanco tan bien hecho y aquel   mandil que servía para todo, bien  se abanicaba cuando le venían los calores, o  bien le servía para secarse después de fregar los cacharros  o para esconder del frío aquellas manos llenas de dolores.
 Andaba muy tiesa y muy ligera con un baño a la cabeza y otro al cuadril, yendo a lavar al río con las manos llenitas de sabañones.



Siempre estaba triste, qué poquinas veces se reía. La recuerdo quejándose del abuelo, que ella decía que tenía la cabeza más dura que una piedra, que siempre estaba con la política y que alguna vez íbamos a tener alguna, que no andada la orilla mu buena.
Tenía los ojos negros como el cordobán y se los restregaba incesantemente con un pañuelo blanco. Ella decía que sus ojos se habían quedado sin lágrimas de tanto como había llorado por el hermano que le mataron, por los hijos que se habían quedado por el camino cuando estaban en la flor de la vida: ¡Ay esta zorra vida, Reina Soberana!
Para sacarla de sus pensamientos tan negros yo le pedía que me pusiera la faldina de cuadros que ya iba llegando el buen tiempo. Lo hacía a posta, sólo para escucharla decirme:
-¡Que no te la pongu, que con lo marimachu que tú erih, luegu te presentah llenita e mataúrah y no llorih eh, porque comu me quiti la alpergata vah a lloral por algu! ¡Y cómiti el almuerzu que tienih lah canillah comu de violeru!
Cuando terminaba de peinarme me miraba y me remiraba y entonces sí que sonreía:
-¡Peru qué repuetelinda que te he puehtu! ¡A vel comu vienih cuandu salgah de la ehcuela, hechita un adefesiu, comu si lo viera!
Me daba un beso sonoro y dehcarrapachau como ella decía. Yo agarraba la cartera y el almuerzo y cogía de la mano a mi hermano, que decía la abuela que era tan guapo y tan rubio como el Rey de España y emprendíamos el camino hacia aquella escuela pequeñita con ventanales al campo y en la que, sin duda, nos labraríamos un futuro luminoso.
Yo había aprendido en la escuela que las cosas se nombran de manera distinta dependiendo de la lengua que se utilice en cada lugar, y lenguas había muchas, el abuelo decía que para parar un tren. Entonces recordé una historia que nos había contado la maestra y dije a voz en grito, soltando de la mano a mi hermano: ¡Volvoreta el último!
Y un enjambre de mariposas blancas, que estaba convencida habían dejado entre mis trenzas las manos de la abuela, nos persiguió hasta la puerta de la escuela, perfumando el aire de buenas noticias.

Mª José Vergel Vega

2 comentarios:

  1. Son magníficos estos escritos cargados de sentimientos e historias.
    Un placer leerlos, gracias por compartirlos.
    Margot (de Holguera)

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  2. Muchas gracias, Margot. Me alegro de que te haya gustado. Besos.

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