domingo, 23 de noviembre de 2025

Arcimboldeando: ¿Somos lo que comemos?

 



 

El arte utiliza caminos diversos para ayudarnos a realizar nuestra lectura particular del mundo.

Aprovechando esta estación otoñal que nos conduce a la calma y nos permite reconectar con nosotros mismos, nos fijamos en la obra de una pintor renacentista, que revolucionó absolutamente la pintura de su época: Giuseppe Arcimboldo (Milán 1527-1593).

Arcimboldo es uno de los más grandes representantes del «Manierismo» ─estilo de transición entre el Renacimiento y el Barroco, artificioso y exagerado─. Ejemplo de este estilo son las «cabezas compuestas» de Arcimboldo, retratos de gran originalidad formados a partir de la combinación de frutas, semillas, flores y otros objetos cotidianos.

Mis grumetes aprendices de 2º y 3º Ciclos de Primaria en la actividad de Fomento de la Lectura, cogieron un pulado de frutas y hojas otoñales y allá que se lanzaron a diseñar sus propios «arcimboldos».

El resultado de esta osadía han sido unos retratos bien curiosos que podéis visitar y admirar en el pasillo de la Biblioteca.

Cuando desatamos la imaginación, dejamos libres todas las criaturas que nos pueblan.

¿Será verdad que somos lo que comemos?


Arcimboldo era un pintor

de la escuela manierista.

Italiano, de Milán,

fue un gran renacentista.

 

De pequeño, con su padre,

se inició en las vidrieras,

palacios y catedrales

decoran Italia entera.

 

Famoso pintor de corte

de grandes emperadores,

todos se lo disputaban

y lo colmaron de honores.

 

Buscaba la inspiración

en flores, frutos, semillas,

que enseguida convertía

en alguna maravilla.

 

Podemos ver «arcimboldos»

en museos muy famosos,

en la Uffizi y en el Louvre

nos esperan misteriosos.

 

 

Sus cuadros son puro juego,

míralos con embeleso.

Nada es lo que parece,

Arcimboldo es bien travieso.

 

Estaba empeñado en ver

más allá de los objetos;

por arte de pareidolia

transformaba sus bocetos.

 

Fue un artista artificioso,

que todo lo trastocaba:

melocotones en ojos

y las bocas en guayabas.

 

Aquí te propongo un juego

si te quieres divertir:

coge frutas de un frutero

y mezcla con frenesí.

 

Verás que no es poca cosa

el retrato conseguido.

Por el sendero del arte,

ya caminas decidido.


Mª José Vergel Vega



domingo, 9 de noviembre de 2025

Hala Layya

 





Hace ya muchos meses que en nuestra pequeña aldea  de Gaza, donde vivimos, suenan las sirenas cuando menos lo esperamos.

Hoy, para variar,  ha sido un día tranquilo. Hasta habíamos jugado entre las ruinas los niños del barrio. Construimos una cometa de un blanco sucio con unos trapos que encontramos. Estuvimos volándola un rato muy grande. Ahmed dijo que seguro que papá se pondría contento de verla desde su estrella en el cielo. Al atardecer, cada cual regresó a su casa, o a lo que nos queda de ella. Ojalá todo siga en calma y podamos rezar tranquilos por los que esta guerra tan fea se ha llevado.

Como cada noche, cuando tenemos harina, yo ayudo a mamá a hacer el pan de pita para la cena. Me encanta meter mis manos pequeñas entre la masa y pintar la nariz de mi hermano cuando está despistado. Los tres reímos con mi ocurrencia. A mí me gusta mucho el pan de pita. ¡Huele tan rico, que parece que en ese olor tan  familiar estamos a salvo! ¡Hasta se me olvida la guerra por un momento!

Ahmed, sin parar de reir y haciendo malabares con los platos, pone la mesa. Yo aplaudo esa actuación improvisada. Mi hermano es mi héroe.

Justo en el momento en que mamá saca el pan del horno, comienzan a sonar las sirenas. Mamá nos  entrega nuestra porción de pan recién hecho y nos pide que la guardemos en los bolsillos. Nos toma de la mano y salimos los tres a la calle para dirigirnos al refugio. Ya lo hemos hecho en otras muchas ocasiones.

Esta noche, las sirenas suenan con tanta urgencia, que tenemos que correr más rápido que otras veces. Mamá tropieza  y cae al suelo, pero nos dice que sigamos  corriendo, que ya nos veremos en el refugio. Yo miro a mamá un momento, pero Ahmed tira fuerte de mí.

Corremos. Corremos. Corremos.

 Las sirenas suenan cada vez con más intensidad. Una luz cegadora, a la que sigue un estruendo muy grande, nos paraliza. Ahmed aprieta fuerte mi mano. Se abren a nuestros pies las entrañas de la tierra.  No podemos llegar al refugio. Nos resguardamos en un hueco que a mí me parece como una cueva, en la que entra, como un milagro la luna  llena.

Lloro. Me acuerdo de mamá, de nuestra casa, del limonero que sembramos en el pequeño huerto para honrar a nuestros ancestros.  Siento que me estallan los oídos. Quiero llamar a Ahmed, a mamá, pero mi boca está muda. No oigo nada. No puedo  hablar. ¿Por  qué tanto silencio de pronto?

Ahmed me abraza muy fuerte. Aprieta mi cabeza contra su pecho. Me acuna.  Dice o canta algo que yo no oigo, pero me gusta leer sus labios dulces.

 Hala Layya.

Estoy tranquila. Los ojos enormes de Ahmed velarán mi descanso. Sé que no dejará de sonreírme. Que me cogerá la mano, me acariciará las mejillas o apartará algún mechón rebelde de mi frente, como hace mamá mientras me lee el cuento de buenas noches. Ahmed me sigue hablando, creo que ahora dice “Amira, mi pequeña reina. Agita tus alas como una paloma y vuela hacia la libertad”. Canto, desde mi silencio, esa nana que tantas veces escuché en la voz de mamá. Sonrío a mi hermano y  él me sonríe derramando sobre mí toda la miel de sus ojos.

Hala Layya.

Sigue cantando y al abrazarme, me llega el olor a pan reciente que sale de su cuerpo. Comemos el pan de pita que mamá nos hizo guardar en los bolsillos. Damos gracias a Dios por estar juntos comiendo este alimento y le pedimos tenga misericordia de los que se fueron y que nos devuelva a mamá sana y salva. Pienso en mamá y lloro.

Hala Layya. “ Deja de llorar, pequeña, mi alma siempre te protegerá”.

Deben de estar sonando de nuevo las sirenas, porque Ahmed me abraza aún más fuerte. Me mira y me sonríe. No debo tener  miedo. Mi hermano es mi héroe. Él siempre pondrá voz a mis silencios. Él siempre hablará por mí cuando no encuentre las palabras. Cuando todo sea oscuridad, me alumbrarán sus ojos que atesoran toda la luz que los mártires de Palestina nos envían desde el paraíso.

 Estoy cansada. Cierro los ojos. Intento dormir. Sé que cuando despierte, Ahmed seguirá ahí, sin  moverse de mi lado. Juntos iremos a buscar a mamá y volaremos de nuevo la cometa de un blanco sucio que tanto le gusta ver a papá desde su luz en el cielo.

 Me acurruco en el cuenco de su pecho. Ahmed, mi hermano querido “el que agradece a Dios”, dulce nombre de los de mi estirpe.

Mª José Vergel Vega


 

 

 



domingo, 26 de octubre de 2025

Dejándome leer por Han Kang.

 



Estimada Han Kang:

Te escribo desde la orilla del silencio, a la hora en que las sombras convocan su aquelarre.

Me pregunto qué sucede cuando las palabras no encuentran el camino de salida, cuando los ojos se cubren de niebla y no son capaces de asombrarse ante el mundo.

¿Qué pasa si nos abandona el milagro del lenguaje?

¿Qué hacer, cuando aún teniendo la capacidad del lenguaje no nos entendemos? ¿Acaso no es esto estar mudos y permanecer sordos ante lo que a nuestro alrededor acontece?

Solo existe aquello que se nombra, dice una terrible sentencia.

Me sumerjo en La clase de griego y constato que no solo nombran las palabras. También lo hacen las miradas, las manos que sostienen el mundo. Nombra el dolor cuando es aceptado como parte del bagaje de la vida. Nombra el silencio, que es palabra presentida, con su sístole y su diástole.

Tus palabras apelan al sentimiento, a lo que nos brota del alma. Su latido se siente desde lo más profundo del silencio y va a lo más profundo de las cosas. El alma es una dulce volvoreta que nos aletea queriendo salir para dejar la levedad de su esencia de amor en cuanto nos rodea.

Según Carlos E. de Ory el silencio es políglota, solo tenemos que aprender a escucharlo y las posibles interpretaciones nos serán dadas por añadidura.

En el silencio me reconozco y soy capaz de reconocer a los demás.

Todos somos “el profesor” o “la mujer” que, a cuestas con la pesada roca que el mundo les impone, son capaces de buscar esos instantes que hacen posible continuar el sinuoso camino de la vida.

 Pasará el tiempo y nos seguiremos preguntando las mismas cosas en medio del silencio de la madrugada, y posiblemente nunca daremos con la respuesta adecuada.

Mientras seamos capaces de hacernos preguntas, no todo estará perdido. Persistir, esa es nuestra fuerza.

Agradecida, una lectora.

Mª José Vergel Vega

 

 

jueves, 9 de octubre de 2025

MORDISQUITOS DE LUNA

 



A veces sucede que una tarde cualquiera, nos visita la magia.

No puedo tener lugar de trabajo más bonito: una biblioteca escolar rodeada de un bosque encantado, aguas cantarinas, flores de todos los colores y un cielo azul con nubecitas que dan ganas de comérselas.

Cada tarde, nos sentamos en la pradera de los cuentos bajo las ramas protectoras del Árbol de las Palabras, ese cuya narizota hace tanta gracia al pequeño Manuel y en cuyo tronco tiene su hogar el duendecillo Biblonio, un ser al que nadie ha visto jamás porque dicen Alma y Elsa que siempre está de compras.

Hoy invitamos a nuestra pradera a M. Grejniec y a su preciosa historia de ¿A qué sabe la luna?, que ya ha visitado este lugar alguna que otra vez, pero que siempre es bien recibida. Cuando las historias se escriben desde el temblor del corazón, han de llegar por fuerza,  al corazón de los grumetes aprendices de lectores que las reciben.

Al final, siempre es lo mismo. Todos tenemos ganas de pegar un mordisco a ese cachito de luna que consiguió el pequeño ratón cuando ya casi habían perdido la esperanza.

Si lo intentamos y no desfallecemos, si perseveramos juntos, podemos conseguir poner coto a lo imposible. Es claro y notorio que si no se intenta, no hay forma de lograr algo. Todos, hasta el más pequeño y vulnerable, somos importantes para conseguir aquello que nos propongamos. Juntos, sumamos.

La boca se nos hace agua pensando en las cosas ricas a las que nos sabría la luna: a chuches, a macarrones con bien de tomate, a chocolate blanco, a chocolate blanco mezclado con negro, a fresas pero con ese otro ingrediente blanco y dulce ─dice Daniel─ . A Julia le sabe a queso, pero como no le gusta, pues que se lo coma su padre…

Y, de pronto, a Candela se le encienden esos ojitos de aceituna que tiene y dice que por favor, por favor, por favor, que la luna sepa a malvavisco, y lo dice como si tuviera la nubecilla esponjosa deshaciéndose en la boca. Laura entorna los ojos y mueve las manos nerviosa: ─¡Sí, por favor! ¡Yo no sé que es esa cosa, pero que sepa a malvavisco!

Y con el cachito de luna imaginaria dando vueltas en nuestras bocas, damos gracias a Grejniec por escribir esta historia que tanto bien nos hace y que tantas sensaciones nos despierta.

Algo se remueve dentro del tronco del Árbol de las Palabras. ¿Habrá regresado el duendecillo Biblonio?

Mª José Vergel Vega

 

jueves, 2 de octubre de 2025

Tiempo de granadas y versos.

 



Se marcha septiembre con su perpetua manía de despeinar jardines y vestir de otoño el alma.

Con él se me ha ido el cantor eterno que, desde su Esparragosa de Lares, abrió al mundo una ventana de versos hechos canciones, con la intención de hacer esta tierra nuestra más humana.

Es otro el trinar de los pájaros en este nuevo veranillo de San Miguel, arcángel de ejércitos celestiales y membrillos en sazón.

Justo antes del amanecer, hay un pájaro que pasa avisando del prodigio. Todos los días sale el sol, por más que estén tristes tus ojos, por más que Palestina sea un mar de sangre y el mundo sea un trasunto del mal y de la falta de escrúpulos, por más que se nos llenen los rincones de ángeles exterminadores.

Mi tabla de náufrago son hoy los versos de Pablo Guerrero. Los leo en voz alta con Zazú que hunde su hocico en mi regazo. Navego por el vaivén tranquilo de su respiración, por la música callada de los versos, río por el que aletea un temblor de peces y manantiales.

Detengo la lectura y le digo a Zazú, en su duermevela, que qué solos nos vamos a quedar los vivos si dejamos que se nos mueran los muertos.

Afuera está el jardín callado, como esperando el sueño. Adentro de mi cabeza pienso que debería decretarse la prohibición de morirse a los payasos, a los actores, a los cantautores, a los poetas, a los cantautores-poetas como Pablo,  a los tipos y tipas de corazón XXL, y en general a todos los hombres y mujeres de buena voluntad y mejores agallas, a los que aún les seduce el sueño por cumplir de la PAZ y la CONCORDIA.

Te me has ido con septiembre, cantor de mis horas calladas. Tus versos, como cuentas del rosario que rezo cada día, misterios de gozo y dolor de todos mis naufragios.

Cierro los ojos y cobra vida esa imagen tuya con las granadas entre los brazos. Escribo tu ausencia bajo el granado de mi jardín, que este otoño no dará fruto. No obstante, por aquello de que sobre las ruinas también vuelan los pájaros, sé que en mitad de mi pecho, una granada roja como la sangre, se derramará al amor de tu canto.

Tus versos son mundos de andar por casa. Y me repito como un mantra, justo y necesario, que es tiempo de vivir, y de soñar, y de creer, de que tiene que llover a cántaros. Tiempo de dejar que la lluvia se lleve toda la ponzoña del mundo y a todos los emponzoñados.

Es tiempo de vivir, y de soñar, y de creer que la lluvia traerá una nueva humanidad, que se preocupe por la humanidad. Es tiempo de que esa lluvia beatífica nos salve del cainismo y de ese ejército de ángeles caídos que devoran la vida entre sus dientes.

 Mª José Vergel Vega



domingo, 21 de septiembre de 2025

Dejándome leer por Muñoz Molina.

      




El mundo es hoy puro desasosiego. Una desearía abrir las ventanas y asomarse a la eternidad, a ese cachino de paraíso que cada cual deberíamos habitar sin que nadie nos dinamitara la tierra que pisamos, ni nos arrebatara las personas que amamos.

Me paso estos días de verano buscando mariposas blancas, volvoretas juguetonas de la infancia que auguraban buenas noticias. Ni por asomo revolotean a mi alrededor. Todas pasan de largo.

 Cuando me siento perdida, derrotada, enrabietada, a punto de perder el hilo de esperanza que milagrosamente me queda, cuando estoy muerta de miedo, cuando no encuentro sentido al sinsentido de un mundo desnortado, cuando no puedo con los muertos que gimen a diario nuestra indiferencia, suelo refugiarme en los libros. Me echo en brazos de historias que me acogen, que me zarandean, que me sacuden hasta que rompo a llorar sobre tanta indiferencia y tanta falta de humanidad. 

 Leo sin descanso para encontrar un poquito de luz sobre la barbarie, sobre los ojos abiertos de los niños que cada día son asesinados. Me duele la sinrazón del hombre que mata al hombre. Me duele tanta sangre derramada. No puedo apartar de mí el cáliz de los perseguidos, de los humillados, de los miles de palestinos que alguien ha decidido que no valen nada y se les extermina como si fueran alimañas. Es tanto el dolor, que no sé qué hacer . Entonces  leo para atenuarlo, para encontrar las palabras que me sirvan de plegaria para los muertos del sinsentido.

 Dice Javier Cercas que no leemos los libros, sino que son ellos los que nos leen a nosotros; así que diré que, en honor a la verdad, no he leído, sino que me he dejado leer para calmar mi angustia, para saber qué hacer ante las injusticias.

El verano es esa estación que preludia la vuelta a las obligaciones cotidianas de cada uno. Transito este tiempo en sazón estirando el placer del café pausado, de la lectura que se alarga. Entre ellas, El verano de Cervantes de Muñoz Molina, que me devuelve mi primera incursión en el Quijote a través de una edición hermosísima del siglo XVIII, en verano a la hora de la siesta cuando yo era una infantita de ocho años.

 De repente, Muñoz Molina  habla de la infancia, de la suya y de la mía.

 Mi infancia de pies descalzos, de pelo alborotado, salpicado de mariposas blancas, las de los buenos deseos. De las otras huía como alma que lleva el diablo. Mi infancia de escarabajos negros zumbando  en la higuera inmensa de los abuelos. Pienso que Korsakof se inspiró en la fiesta de esa higuera para componer el hipnótico vuelo del moscardón.

Mi infancia y el canto amarillo de la oropéndola en la morera del corral. Mi infancia y aquel gallo empedrado que me tenía fijación. Mi infancia y la vaca Golondrina, aquella suiza de ojos profundos y ubres generosas, a la que mi padre le contó una mañana que se habían acabado los años del ordeno y mando.

 Mi infancia es mi madre con los brazos en jarra esperando que sus hijos revisaran lo que habían dejado por hacer. Mi infancia son sus manos blancas que olían a pan y a jabón lagarto.

 Mi infancia es un paraíso azul y verde al que yo he renombrado tal y como me sale del alma. Dauseda de sirenas y barcos varados.

 Mi infancia tiene que ver con mi bendita costumbre de volver a los lugares en los que un día fui feliz aunque entonces no lo supiera.

 Mi infancia son los veranos descubriendo mil y una lecturas en el desván de la abuela, al refugio de la siesta, llenando las horas que restaban para salir a correr aventuras en el descampado con el sandokán rubio del Yoni.

Muñoz Molina es experto en ponerme un temblor en el alma.

 De repente, dejándome leer, todo estalla y el corazón destapa el latido arrollador de los recuerdos. 


Mª José Vergel Vega 


domingo, 11 de mayo de 2025

Romance del Hada Versada

 Dejo por aquí una experiencia más de las llevadas a cabo en la actividad de Fomento de la Lectura en el CEIP Batalla de Pavía de Torrejoncillo, con motivo de la celebración del Día de la Poesía. 



Allá por el mes de marzo,

al llegar la primavera,

se presenta con sus versos

un hada muy sandunguera.

 

Hada Versada la llaman,

con su varita hace rimas.

Amiga de la belleza,

lo que es feo, le da grima.

 

En cada suspiro, un verso,

las palabras la encandilan,

sobre el campo va dejando

el renacer de la vida.

 

Ella entiende de octosílabos

y heroicos alejandrinos;

de heptasílabos de amor

están llenos los caminos.

   

Lo mismo te hace un soneto

que compone seguidillas;

de romances sabe un rato,

es experta en redondillas.

 

Églogas de Garcilaso

de cabo a cabo recita,

solo tiene que poner

a trabajar la varita.

 

Paso a paso y verso a verso,

nos va sembrando los días

de poemas tan hermosos

que nos llenan de alegría.

 

Deja que el Hada Versada

traiga belleza a tu vida;

de todos es bien sabido

que versos curan heridas.

Mª José Vergel Vega

 


martes, 1 de abril de 2025

MI BOTE DE BESOS

 






Con motivo de la Semana del Amor y de la Amistad, el Duendecillo Biblonio, que vive como un rey en el tronco del árbol mágico de la Biblioteca, nos dejó sobre la alfombra de los cuentos: Mamá, ¿de qué color son los besos?, una historia preciosa escrita e ilustrada por Elisenda Queralt y Carla Pott.

Se trata de un cuento escrito de una manera tan delicada y con unas ilustraciones tan  bonitas, que encandila a chicos y grandes.

Los niños y niñas de Primer Ciclo de Fomento de la Lectura hablaron largo y tendido sobre el color de los besos que más les gustaban.

Hablaban de besos verdes como hojitas de primavera, de los azules como el cielo en el verano, de los amarillos relucientes como el sol al mediodía, los violetas misteriosos como la noche, los rojos como cerezas jugosas, los anaranjados como el atardecer, los blancos como el silencio y los besos arcoiris, que tienen todos los colores.

Después del cuento, decoraron sus besos y el bote para guardarlos y que estuvieran a buen recaudo. Nunca sabemos cuándo puede asomar una gotita de tristeza. Los besos de colores van muy bien para curarnos de la pena. Por mi parte, les hice un poemita en el que atesorar la emoción de cada beso: “Mi bote de besos”.



En mi bote decorado                                                             

los besos voy a guardar,                                                      

por si un día la tristeza                                                       

me viniera a visitar.                                                            

 

Los hay de un rojo cereza                                                     

como el fuego del hogar,                                                      

esos dan mucha alegría,                                                        

calorcito de verdad.                                                                

 

Otros son tan amarillos                                                        

que de lejos veo brillar,                                                         

al mismo sol se parecen                                                        

con rayitos de amistad.                                                         

 

Los verdes cogí en el campo                                                  

a punto de despuntar,                                                            

son hojitas que muy tiernas                                                    

por doquier encontrarás.    

 

Algunos son tan azules,

cachitos de cielo y mar;

son de un azul tan profundo

que nunca se ha de apagar.

 

Misteriosos, los violetas,

nos borran la oscuridad;

cuando estemos preocupados,

rápido nos curarán.

 

Guardaré también los blancos,

de silencio y amistad,

para que lleven al mundo

el abrazo de la PAZ.

 

Con sus colores mezclados

un arcoiris harán,

y en el BOTE DE LOS BESOS

alegres me esperarán.

 Mª José Vergel Vega

 

 

                                                  

 


viernes, 28 de marzo de 2025

LA MIRADA ENCENDIDA

 


Son muchas las escritoras olvidadas a lo largo de la historia de la literatura.

Quizá no pueda considerarse como tal a Mercé Rodoreda(1908-1983) , pero sí puede afirmarse que no se le ha dado la importancia que merece.

Hace poco cayó en mis manos una novelita de romántico título: «La muerte y la primavera»(1986), publicada después de la muerte de su autora.

Se trata de una novela extraña, yo diría que hasta incómoda de leer en ocasiones. Conforme te vas adentrando en ella, notas una nube negra a punto de descargar sobre tu cabeza.

Nos vemos rodeados por una naturaleza mágica, siniestra por momentos, que entra en comunión con los sentimientos humanos. Es el vivir al compás de los ciclos naturales.

De qué manera tan mágica─ entre amable y terrible─ se va conformando el paraíso de la infancia.

Cuenta el protagonista que de pequeño, cuando los mayores iban al bosque, lo encerraban en el armario de la cocina. Una no puede por menos que traer a la memoria aquella puerta de la alacena de casa de la abuela, que tenía esa misma estrella y esos agujeros de los que habla el protagonista.

Nos habla de los caramenos, seres mitológicos rurales, como los carancancanes a los que yo veía vestidos de blanco, gelatinosos y despendolados vagando en las noches sin luna.

Son convocadas las abejas que siguen nuestros pasos, volvoretas que adornan nuestras cabecitas de infantes, toda una cohorte de bichitos, séquito inolvidable de la infancia.

Recuerdo que cuando llovía, la sangre blanca de los niños se desplomaba furiosa por la «Meá la vaca», y hasta oíamos las voces de los pobres niños sacrificados y acelerábamos el paso apretando fuerte las manos contra las orejas para no oírlas. Quien escuchaba aquellos gritos, era presa segura del Señor de la Montaña, eso decían las consejas de los viejos algunas noches al calor de lumbre.

Por este hermoso texto de Mercé Rodoreda pasan rebaños de palabras como nubes, árboles sagrados que guardan memoria de muertos y vivos. Es tan denso el silencio que puebla estas páginas, que asusta. Nosotros lectores, nos adentramos en ellas, como los pobladores de ese raro lugar se internan en el bosque. En algún momento pienso que la muerte debe ser un silencio insoportable.

Esta vida se nos pasa entre dos certezas: la muerte y una primavera efímera  y así hay que asumirla.

Cada uno de los habitantes del pueblo que recrea la novela de Rodoreda  tiene una argolla y una medalla con su nombre para ser clavadas en su árbol en el bosque de los muertos, ese al que los niños no pueden ir.

 Nos queda claro que nacemos con la condición de que hemos de morir un día. Desde nuestro nacimiento hay un árbol que tiene nuestro espíritu y por el que  bulle nuestra sangre. Árbol de vida y de muerte. Cuando uno muere, vuelve al árbol y con él parte hacia la vida eterna.

Son las leyendas de los viejos que todo lo saben y que son capaces de suplantar al mismo Dios, por quien dice que todo fue hecho.

Estoy segura de que el mundo que conocemos, ese que quedó encerrado en el paraíso de la infancia, fue creado por los viejos.

¡Cuánta poesía encierra este librito de Mercé! Poesía que nos explica el mundo  e intenta hacerlo habitable, aunque muchas veces es tarea casi imposible.

Hay que coleccionar amaneceres y atardeceres, rayos de sol, rabos de nube, el misterio de la niebla, el susurro del viento entre las hojas, el rumor que nace de las entrañas de la tierra, el borboteo del agua, el dulce zumbar de las abejas, el aleteo de los pájaros sobre nuestras cabezas…contemplar de nuevo el río de la infancia que no se detiene, mirar hacia el cielo para ver caer cachitos de luna y estrellas y recogerlas en el cuenco de las manos.

Pero el paraíso de la infancia tiene también sus fantasmas, sus monstruos, sus parajes agrestes que nos provocan escalofríos, pozos profundos a los que da miedo asomarse. El agua que no desemboca y que te atrapa en su vientre oscuro.

Convoca Mercé una y otra vez a las fuerzas telúricas de la naturaleza para crear un universo lorquiano en el que la tragedia está siempre a punto de suceder. No podemos ignorar la voz de la tierra y sus criaturas.

Desde que el mundo es mundo, el hombre ha intentado descifrar el misterio de la muerte. Es pregunta recurrente que hay después, de qué manera el alma inmortal se separa del cuerpo y es transportada desde un carro que sube al cielo desde la misma base del arcoiris. Necesitamos estas explicaciones mágicas para arrojar alguna luz sobre aquello que la razón no puede ni sabe aclarar.

En esta novela de Mercé Rodoreda se exploran los temas clásicos de los que desde siempre se ha hecho eco la historia de la literatura: la vida, la muerte, el mundo como prisión, supersticiones y creencias, la eternidad, la soledad, la falta de libertad, el amor, el destino… Pero hay otro tema que a mí me parece crucial en esta novela: el deseo.

«…que te arrastre el sufrimiento pero no el deseo…porque el deseo te hace vivir y por eso les da miedo».

Bien pensado, tenemos más miedo de vivir que de morir, porque para vivir hace falta no temer al deseo. Si nos matan o matamos el deseo de vivir, qué nos queda sino caminar hacia la muerte, qué nos queda sino ser muertos en vida como muchos de los personajes que pueblan esta novela.

Pese a la densidad trágica que soporta este texto, hay resquicios por los que se escapa la llama titilante de la esperanza, esa que nos impulsa a no perder nunca el hambre en los ojos, la mirada encendida, el deseo que es parte indisoluble de la vida.

Mª José Vergel Vega

martes, 25 de marzo de 2025

SONETO PARA UNA NUEVA PRIMAVERA

 


SONETO PARA UNA NUEVA PRIMAVERA

 

De nuevo regresó la primavera

a esta orilla incierta de mi vida,

abril es un estruendo en la ribera

de aromas y colores bendecida.

 

De pájaros el cielo reverbera,

arcoiris de amor para mi herida;

ya se impone la luz a la ceguera

en el alma de ardores encendida.

 

Ensaya el corazón nuevos latidos,

recogen las pupilas flor de jara

y estallan en clamores los sentidos.

 

Ya la tierra amorosa nos declara,

en los blancos cerezos florecidos,

un murmullo de amor como agua clara.

 

Mª José Vergel Vega