jueves, 28 de noviembre de 2013

Mi Niña Flamenca


Hace un año nos hizo disfrutar con un espectáculo de una calidad impresionante: "Arquilleja Pura". Comparto este pequeño acto de amor que le escribí a Miriam hace un tiempo, y lo hago en estos "Cuadernos" porque ella , su mamá Carmen y todos los Arquillejos y Arquillejas que tengo el enorme gusto de conocer y de querer, son "Dausedianos" como servidora.

Jugaba la luna por los cañaverales de Dauseda; al fondo, eterna, seguía soñando la Casa de las Sirenas. Yo garabateaba con nocturnidad-siempre tuve esa costumbre- nombres en la arena. Un guiño descuidado,  me hizo aquella que pasea por las barandas del cielo, y,  entonces, decidí que debía escribirte estas cuatro letras.

Has dejado atrás el cielo de Tokio, ese que decías que no te dejaba ver las estrellas. Ahora contemplas el cielo de Madrid, donde para tí se rasgan las nubes y aparecen las lucecitas de todos cuantos te guardan desde allá arriba que, bien pensado, no debe ser mal sitio.
Desde Madrid sí se ven las estrellas; y  ella sabe bien que hay razones para creer y confiar en ellas.
Yo la llamo “mi niña flamenca”. Otras veces me viene el capricho de decirle “mi cielo”. Pero acabé por nombrarla “mi ángel bueno”, ese que me cuida aunque nos separen distancias estelares. No hay distancia que no cubran las alas de un ángel tan sensiblemente humano.
Dice que bailar la salva del desaliento, del dolor que pone en el corazón, ¡ay!, algún amor traicionero.
Mi niña flamenca oye las voces de la tierra, voces campesinas que  le recuerdan que nuestras vidas son la suma de muchas otras vidas: las que fueron, las que son y las que serán.
Mi niña flamenca me revoluciona por soleares la vieja caja de galletas en la que guardo, entre envoltorios de caramelos- una colecciona cosas extrañas-,  su recuerdo.
Ella tiene los ojos grandes y risueños, expertos en cornás y desengaños. Pero a pesar de ello sonríen y son  capaces de reparar los agujeros  negros, los lunares oscuros que cada quien lleva en el alma.
Mi niña flamenca es una loquita que habla sin parar. Ella es mi loquita. Es ese remanso en el que reposan las cosas que mi corazón no puede guardar él solo, esas cosas que descompensan mis sístoles y diástoles.
Dice que es un poco bruja, y debe ser verdad; aunque ya os digo yo que es bruja despistada. Alguna madrugada he sorprendido a su sonrisa colándose por las rendijas de mi ventana.
-¡Mi niña, vamos a hacer un conjuro para cuantos chuflas, chufloides, palmeros y demás acompañamiento, quiera fastidiarnos el karma!
-¡Pues vamos allá, mi arma!, le digo yo remedando con las manos ese salero que se gasta.
¡Tontita me pone cuando baila! Sabed que me pinta de azul el cielo y es capaz de ponerme de nuevo en el camino necesario de la poesía.
Y , en estos tiempos en que la noche se empeña en hacerse eterna, es bueno tener a mano a una niña con bata de cola que va sembrando flores allá por donde pasa.
Mi niña flamenca es capaz de reparar alas rotas y balsas golpeadas. Ella puede dar fe conmigo de que Ícaro no  es tan vulnerable como parece. Y yo sé que hay veces que siente su corazón dolido, porque que no nos cuenten milongas: el corazón duele, y mucho. Por intenso que sea el dolor, ella nunca olvida que amor con amor se paga.
Porque ella sabe de decepciones y de ojos traicioneros, pero se cura bailando…Y baila… y baila hasta que vuelven a nacerle alas, y se siente renacer de nuevo.
¡Baila, mi amor, no dejes de hacernos soñar! Porque cuando bailas, soy capaz de imaginar que existe otro mundo humano, sencillo, a nuestra medida de seres imperfectos, corrientes y molientes, a los que les puede el corazón y la utopía.


 Mª José Vergel Vega

NOTA: La foto es de Ismael Duarte Santos.

jueves, 14 de noviembre de 2013

Fantasmas

A la vida, miren ustedes, la conozco de vista. A veces, pasa por mi lado, me roza con manos suaves y me da por escribirle bellas palabras.
Soy capaz de ignorarla cuando se pone pesada y me pide, insistentemente, que tome tierra en este presente  lleno de lodos.

Esta mañana, cosas de la vida, al abrir un cajón, aparecieron sus ojos.

Mª José Vergel Vega