domingo, 6 de abril de 2014

Sé de una escuela en el campo.

Foto de Lorena Cabello Vergel, 2012.


Yo comencé a ir a la escuela cuando apenas tenía tres añitos y a todos hacía una gracia inmensa que dijera “perióquido”. Tanta chanza causaba, que mis padres temieron que con el tiempo me convirtiera en atracción de feria o algo peor. Así que, me mandaron a la escuela para que aprendiera a hablar y a escribir como mandaban los cánones de la buena educación.
Mi colegio era especial. Sólo tenía un aula y una maestra. Mi colegio estaba en medio del campo, en Dauseda, que es el sitio más bonito que os atreváis a imaginar .
Mi escuela era una sala amplia y sin tabiques, repleta de amplios ventanales por un de los lados, a través de los cuales se veían los sembrados verdes en primavera y la tierra blanquecina y helada en invierno.
Nos sentábamos  en unos pupitres de madera de dos plazas; yo siempre al lado de mi amiga Lina, mi mejor amiga junto con Tolito, sólo que él no se sentaba con las niñas. Pero no vayáis a pensar que se debía a que en aquella escuela no se mezclaban los sexos, la Señorita Remi siempre nos coeducó, que me he enterado ahora que es concepto “moderno”. Lo que realmente pasaba era que Tolito siempre se las dio de muy machote y odiaba a todas las niñas, menos a mí, por quien sentía un “no sé qué inexplicable “, decía.
Éramos unos veinte niños y niñas, desde Párvulos hasta 8º de E.G.B. Todos teníamos la misma maestra, especializada en lengua , matemáticas, conocedora a la perfección del medio natural y social, experta en juegos populares, en catequesis, contadora de cuentos, sanadora de heridas, las del alma y las que eran fruto del pistoletazo de algún forajido, que aparecía de pronto en el recreo apostado entre las peñas…Jamás la vi sentarse un momento, y era la maestra más buena, más guapa y más cariñosa del mundo. Pero sobre todo era nuestra mamá del cole.
Aquella maestra rubia y rellenita nunca nos dio una voz más alta que otra. Nos hacía notar que nos quería y que le gustaba enseñarnos y que disfrutáramos aprendiendo.
La señorita Remi no vivía en Dauseda. Venía cada día junto con la cocinera y otros niños en un autobús escolar pequeñito, al que llamábamos “la Decauve”.
-¡Que viene la Decauve!, solía gritar Tolito, que estaba siempre como al acecho, tanto era así que hasta parecía que se le ponían las orejas de punta y todo.
Nada más que Tolito anunciaba con todo el torrente de sus cuerdas vocales que venía la Decauve, nos poníamos en fila, preparados para entrar en la escuela en cuanto la Señorita Remi diera las dos palmadas de rigor.
Si he deciros la verdad, y eso es lo que pienso hacer, porque nunca he sido una niña mentirosa, palabrita de Julia, os diré que fui muy feliz  en aquella escuela a la que cada día acudía con mi anorak de cuadros y mi bufanda a rayas en invierno, patinando por los charcos helados  que cubrían el camino de mi casa a la escuela, y con mi faldita de cuadros marrón cada primavera.
 (Detenemos el curso del relato para dejar que Julita sonría tranquila  recordando aquella falda plisada que su madre le ponía cada primavera. Una faldita que tiene historia y que seguro que Julia os cuenta otro día).


Pero también hubo cosas que me hicieron llorar, porque la verdad es que fui una niña bastante llorona. Una de esas cosas la tengo grabada a fuego en mi cerebro. Claro que esto pasa por compartir aula con niños y niñas que estaban iniciando una difícil adolescencia, porque incluso en Dauseda, la adolescencia nos dejaba un poco tontorrones.
Recuerdo que a aquellos adolescentes les dio por decirme que me iba a morir porque tenía la costumbre de comerme las gomas de borrar; y yo, como tenía tres añitos pues me lo tomaba todo al pie de la letra. Lo que yo no entendía era por qué Anita que se comía  los lápices o Ricardo, que estaba todo el día de Dios sorbiéndose unos mocos verdes asquerosos, no correrían la misma suerte que yo.
Pero yo, aunque tenía tres añitos pensaba, y pensando pensando, llegué a la conclusión , que lo que pasaba era que, o me tenían manía o me creían tonta. Y para mí, que más bien era lo primero, porque si yo hubiera sido una niña del montón  , me hubiera dado la tontería por comerme los lápices como Anita, o por sorberme los mocos como el guarro de Ricardo, que es lo que en circunstancias normales hacen los niños normales.

En fin, que así las cosas, el desconsuelo por aquella mi muerte anunciada, lo iba aplacando  con la lectura de la cartilla de “Amiguitos” que, por aquel entonces, ya leía casi de corrido. Palabra de Julia.

Mª José Vergel Vega

4 comentarios:

  1. Esta ternura conmovedora me va a hacer llorar a mí también. Qué preciosidad.

    Por cierto ¿Sigues siendo igual de llorona? Porque hay que ver lo que te gustaba regarte las mejillas, guapina.

    Besitos

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  2. Sigo igual de llorona, ya me conoces...incluso creo que con los años lloro un poco más, no hay día que viendo el telediario no se me caigan las lágrimas. Y no te sientas responsable de mis lágrimas que tú no las provocaste nunca.
    Mil besos de abril.

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  3. Excelente escrito. Me ha gustado mucho.
    Margot

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  4. Gracias Blanca. A ver si nos vemos prontito.

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