miércoles, 23 de abril de 2014

A Ángel Campos, una tarde de invierno.

Para los que amamos los libros y santificamos el oficio de escribir, hoy es un día grande.
¡Benditos libros que nos salvan de tantas cosas! ¡Que los dioses guarden para siempre a aquellos cuya mano los dota de vida!
Encontré este humilde homenaje que hice hace unos años a mi querido Ángel Campos. Me ha emocionado encontrarlo, por eso lo rescato y le hago un hueco especial en estos Cuadernos de Dauseda.

"A veces sólo un gesto es suficiente /para salvar el día" (Ángel Campos Pámpano)

Foto Web
Os hablaré hoy de un poeta. Ángel parecía haber surgido del silencio. Mirarlo transmitía calma. Su mirada, profunda, siempre parecía estar buscando algún verso; porque para Ángel, escribir, era ante todo, mirar.
Se me ha ido Ángel Campos, poeta callado, de versos amargos, pero repletos de dulzura. Parece que fue ayer cuando lo conocí una “tarde parda y fría de invierno”, en una de las sesiones de un Taller Literario. Llegó sin hacer ruido, con su porte de poeta sencillo, con sus libros-tesoros bajo el brazo y una sonrisa verdadera en los labios. Recuerdo que elogió unos versos que yo había escrito, ya se sabe que los poetas somos seres vanidosos y nos gusta, aunque no lo digamos, que nos regalen el oído. Aquel elogio, tan sencillo, me sirvió para dar forma a un poemario que nació del silencio y que es una parte inseparable de mí misma. Ese poemario es Dauseda, cuyos versos deben mucho a aquel encuentro tan entrañable con Ángel Campos, y a dos de sus libros: La ciudad blanca y Siquiera este refugio.De Ángel dijo Santiago Castelo que era un hombre de “ vuelta de muchas amarguras”. Supo dar a esa amargura, a ese dolor de vivir, forma de verso. ¡Qué difícil es dar forma poética a las aflicciones sin caer en la ñoñería! Pero Ángel supo hacerlo, supo encontrar el lado dulce de lo amargo.
A todos nos descubrió Lisboa, esa Lisboa tan suya que quiso compartir con nosotros, generosamente, a través de esos versos tan verdaderos de La ciudad blanca; una Lisboa que se muestra ante el poeta y ante nosotros, lectores, de todas las formas y colores posibles:
Lisboa, bajo el celaje tenue del otoño, es casi un cuadro cubista tendido en la ladera”.
Confieso que te he utilizado, Ángel. Calaste en mí tan hondo aquella tarde, que siempre, en casi todo cuanto escribo, permanece tu huella imborrable. Tus versos de La ciudad blanca, subyacen en una carta de amor que escribí no hace mucho y que tiene como fondo Lisboa, la que pintan tus versos y la que mis ojos de turista novata, contemplaron extasiados un día.
Gracias por enseñarme que la poesía puede decir aquello que parece no poder ser dicho, aquello que está tan profundo y tan sin forma que no parece poder ser expresado con palabras. Pero la poesía posee en sí misma esa magia, es capaz de crear palabras para nombrar lo innombrable.
Te empeñaste en apresar con tus versos aquellos tiempos azules y más o menos despreocupados de la infancia: “Pintar tan sólo para preservar el desierto”Escribir para preservar, qué hermosa tarea ésta, querido Ángel. Escribir para poner a salvo esos paraísos que todos poseemos, para redimirlos del tiempo, ese tiempo cruel que no guarda la compostura debida con las cosas que amamos, incluso más que a nosotros mismos. Ponerlos a salvo, aunque muchas veces esa hazaña nos haga daño:
Volver es como un largo
silencio abandonado,
huella de un cuerpo trunco
que ha cumplido su ciclo,
un grito adentro
que casi nadie escucha.

¡Qué bien lo expresan estos versos tuyos! Muchas veces nos sentimos así. Quisiéramos, con los versos, presentar ante los demás nuestros anhelos, nuestras esperanzas, nuestras desazones, nuestro amor, nuestro dolor… pero todo queda en un grito silencioso que nos taladra por dentro.
Gracias Ángel por ser poeta. Gracias por ser un hombre cercano a lo que verdaderamente importa; cercano a las cosas sencillas, a esas cosas que, sin darnos cuenta, vamos perdiendo en el devenir irremediable de los días.

domingo, 6 de abril de 2014

Sé de una escuela en el campo.

Foto de Lorena Cabello Vergel, 2012.


Yo comencé a ir a la escuela cuando apenas tenía tres añitos y a todos hacía una gracia inmensa que dijera “perióquido”. Tanta chanza causaba, que mis padres temieron que con el tiempo me convirtiera en atracción de feria o algo peor. Así que, me mandaron a la escuela para que aprendiera a hablar y a escribir como mandaban los cánones de la buena educación.
Mi colegio era especial. Sólo tenía un aula y una maestra. Mi colegio estaba en medio del campo, en Dauseda, que es el sitio más bonito que os atreváis a imaginar .
Mi escuela era una sala amplia y sin tabiques, repleta de amplios ventanales por un de los lados, a través de los cuales se veían los sembrados verdes en primavera y la tierra blanquecina y helada en invierno.
Nos sentábamos  en unos pupitres de madera de dos plazas; yo siempre al lado de mi amiga Lina, mi mejor amiga junto con Tolito, sólo que él no se sentaba con las niñas. Pero no vayáis a pensar que se debía a que en aquella escuela no se mezclaban los sexos, la Señorita Remi siempre nos coeducó, que me he enterado ahora que es concepto “moderno”. Lo que realmente pasaba era que Tolito siempre se las dio de muy machote y odiaba a todas las niñas, menos a mí, por quien sentía un “no sé qué inexplicable “, decía.
Éramos unos veinte niños y niñas, desde Párvulos hasta 8º de E.G.B. Todos teníamos la misma maestra, especializada en lengua , matemáticas, conocedora a la perfección del medio natural y social, experta en juegos populares, en catequesis, contadora de cuentos, sanadora de heridas, las del alma y las que eran fruto del pistoletazo de algún forajido, que aparecía de pronto en el recreo apostado entre las peñas…Jamás la vi sentarse un momento, y era la maestra más buena, más guapa y más cariñosa del mundo. Pero sobre todo era nuestra mamá del cole.
Aquella maestra rubia y rellenita nunca nos dio una voz más alta que otra. Nos hacía notar que nos quería y que le gustaba enseñarnos y que disfrutáramos aprendiendo.
La señorita Remi no vivía en Dauseda. Venía cada día junto con la cocinera y otros niños en un autobús escolar pequeñito, al que llamábamos “la Decauve”.
-¡Que viene la Decauve!, solía gritar Tolito, que estaba siempre como al acecho, tanto era así que hasta parecía que se le ponían las orejas de punta y todo.
Nada más que Tolito anunciaba con todo el torrente de sus cuerdas vocales que venía la Decauve, nos poníamos en fila, preparados para entrar en la escuela en cuanto la Señorita Remi diera las dos palmadas de rigor.
Si he deciros la verdad, y eso es lo que pienso hacer, porque nunca he sido una niña mentirosa, palabrita de Julia, os diré que fui muy feliz  en aquella escuela a la que cada día acudía con mi anorak de cuadros y mi bufanda a rayas en invierno, patinando por los charcos helados  que cubrían el camino de mi casa a la escuela, y con mi faldita de cuadros marrón cada primavera.
 (Detenemos el curso del relato para dejar que Julita sonría tranquila  recordando aquella falda plisada que su madre le ponía cada primavera. Una faldita que tiene historia y que seguro que Julia os cuenta otro día).

martes, 1 de abril de 2014

La Caperucita de Dauseda

 "La vida en sí es el más maravilloso cuento de hadas"
Hans C. Andersen

Una vez conocí a una niña que cuando iba a la escuela, siempre llevaba un abrigo de color rojo y una cestita de mimbre con el almuerzo.
Se llamaba Camino y tenía unos ojos muy negros y una boca que siempre estaba riendo …
A mis amigos y a mí, nos gustaba llamarla Caperucita…y ella estaba encantada con ser un importante personaje de cuento.
Cuando salíamos de la escuela, corríamos a refugiarnos en nuestro rincón favorito del bosque: “La Charca Verde”.
Allí, Camino nos contaba que un día que había ido sola, del interior de la charca había salido …¡un lobo enoooormeeee! Y abría tanto la boca cuando nos lo contaba que, nosotros, a coro, le decíamos:
_¡Camino, qué bocaaaa más grande tienes!
Y ella, sin previo aviso, se levantaba y echaba a correr , y poniendo una voz tenebrosa, como de lobo hambriento, nos gritaba:
_¡Es para comeros mejooooorrrrr!
…Y después reía…y reía…y todos teminábamos tirados por el suelo, muertos de la risa…
Mª José Vergel Vega