martes, 28 de abril de 2015

Resurrección

Foto de Mª José Vergel Vega

Siempre sentía mucho frío después de cada fracaso.
No sabría decir de dónde sacó las fuerzas, pero después de las últimas fiebres, después del último sentirse morir, se mesó los cabellos, como había visto hacer cientos de veces a su abuela, y se echó a la calle para gritar que, desde aquel preciso momento, el viento siempre le daría en la cara.
Y ante la mirada acusadora de todos aquellos que la despreciaban cada día, hizo una pira con su corona de espinas y salió a la esperanza.

Mª José Vergel Vega

miércoles, 22 de abril de 2015

Hija de la palabra

Foto Internet

No sólo de pan vive el hombre, pues son otras las cosas que calman el hambre y la sed del sentimiento.
Toda mi vida me recuerdo rodeada de libros, de historias de nunca acabar, del yo no te digo ni que sí ni que no, de la canción del ternerito al que apartaban de su madre, de los cuentos que inventaba la mía exclusivamente para mí, de las historias que escribía la abuela en el libro de la vida…
Aún hoy, cuando se ha cumplido una buena parte de mi caminar por el mundo, creo que en cualquier momento una ondina de hermosura insuperable y cabellera dorada, va a asomarse a aquella ventana de la Casa de las Sirenas, y he de verla peinarse, lánguidamente, con un peine de oro.
Si soy como soy es porque los libros, las palabras que los conforman, me han ido moldeando. Soy hija de la palabra y de las infinitas formas  en que aquella se manifiesta y nada de lo que pase a mi madre me es ajeno.
Me consta , porque los conozco como conozco a los de mi sangre, que ningún libro quiere acabar en el Cementerio de los Libros Olvidados. Los cadáveres de palabras amontonados unos encima de otros, dan una pena infinita y no hay bastantes cruces para recordarlos.
No quiero historias prisioneras de un tiempo al que arrancaron el corazón. ¡Yo quiero palabras aladas, que vuelen de estante en estante, que vayan de mano en mano! ¡Que Don Quijote baile con Mme. Bovary y la Cenicienta tenga derecho a perder su zapato de cristal a la hora que le apetezca , porque los hechizos no tienen por qué desaparecer nunca!

domingo, 19 de abril de 2015

Haikus para una tarde de Abril

Torre de la Iglesia de Dauseda




Y Dios resiste,
guardián de la tarde,
sobre la torre.

Mª José Vergel Vega

viernes, 17 de abril de 2015

El hombre que escuchaba a los grillos

Ismael Serrano en el Gran Teatro de Cáceres, 7 de Marzo 2015. Foto de Mª José Vergel Vega

Aquella noche conocimos al hombre que escuchaba a los grillos.
Hasta el lugar donde reposaba, fuimos llegando caminantes  exhaustos del camino de los días; las espaldas transidas, como es condición natural de cada Sísifo.
Un hombre, bajo un manto de estrellas, escuchaba a los grillos con una guitarra en la mano. Es posible que estuviera componiendo la canción más hermosa del mundo. A ratos  corregía con vehemencia alguna nota juguetona que se le iba de las manos.
De pronto, el aire se llenó de acordes. Nos invitaba la noche, serena y estrellada, a sentarnos y descargar las mochilas sobre la alfombra agradable de la hierba.
La vida duele tanto que necesita de noches estrelladas y canciones que llevarse al alma. Es el hombre que escuchaba a los grillos quien nos las regala, y nos habla del amor y de la ira, del recuerdo justo del pasado y de la esperanza en el futuro, de las pérdidas necesarias para entender la vida y cabalgarla hasta quedarnos exhaustos.
No cesa el canto de los grillos, y la noche se va llenando cada vez más de estrellas y luciérnagas. El hombre sigue con su ofrenda de canciones; ahora le habla de desamor a mi corazón. Comprendo que son necesarias las canciones amargas para que el mundo gire hacia nuevos horizontes, agarrarse a otras caderas y rogar a las musas que destapen el tarro de los versos.
Yo, que apenas sé nada de la vida, sino que me da miedo que el tiempo siga pasando, imparable, y un día no muy lejano, no me reconozca en el espejo. Por eso, doy gracias al hombre que llegó ligero de equipaje para encendernos la noche y llenarla de canciones sanadoras, cuyas notas  dejan escrita en las  estrellas la promesa de que volveremos a encontrarnos en el camino.
El hombre se aleja tranquilo y se lleva con él el canto de los grillos. Es hora de alimentar los sueños y, al abrigo de una nota juguetona, que me traje prendida en el pelo, duermo acunada por el sonido de sus pasos al marcharse y la promesa de una historia que palpita en el vientre de las caracolas.

Mª José Vergel Vega



viernes, 10 de abril de 2015

Los mendigos de París

Pont de les Arts. Foto de Paqui Cabello Calvo


¿Por qué habiendo estado en la que posiblemente sea la ciudad más bella del mundo, habiéndome hecho miles de fotos con el fondo de los lugares más emblemáticos, lo que anoto en mi diario es que incluso en París, una de las ciudades que más glamour desprende, también hay mendigos que me causan una desazón terrible?


"Me temo que escribo como mirando a otro lado" (A. Sáez Delgado)

Los mendigos de París duermen descalzos en las aceras, acurrucados sobre las rejillas que exhalan un aliento caliente y pegajoso.
Quizá sueñan con el tiempo feliz en que el útero materno los protegía y calentaba. Y mientras sueñan, intentan olvidar la certeza de que el nuevo día nacerá ya viejo y gastado, como sus harapos.
Y cuando el sol o la lluvia los despierten, volverán a coger sus cosas tan mugrientas como sus vidas, esos zapatos a los que les sale la tristeza por los costados; los abrigos que no abrigan; las colillas refumadas; la tos y los esputos, y caminarán encorvados porque llevan toda la desazón del mundo a las espaldas.
Los mendigos de París tienen porte de pintores a los que los turistas impúdicos regatean el precio de un  retrato en la Place du Tertre.
Los mendigos de París fueron perdiendo los sueños por las bocas malolientes de los metros, entre las notas de un acordeón que les llora entre los dedos.
Entre tanta belleza que llevarnos a los ojos, los mendigos nos recuerdan que la vida se nos puede poner brava cuando menos lo pensemos. Y se rascan y lamen sus heridas sin importarles nuestra presencia; y nosotros que, ¡maldita sea!, nos quejamos de vicio, tapamos nuestras narices para no oler su miseria.
Los mendigos de París conviven con la belleza estremecedora de los Puentes del Sena, y miran con añoranza los bateaux-mouches que se deslizan lentos por el río gris...En sus ojos , la estela de un amor muy viejo.
Uno de ellos, arrastra a duras penas su mala suerte, y tira de un carro remendado donde lleva todo cuanto posee, unos enseres abollados y sucios. Cruza lento por el Pont de les Arts y se detiene ante los candados de los enamorados. Al pasar junto a él me dio la impresión de que tenía algo que decirme; pero no soy capaz de detenerme, sigo caminando porque me da miedo que pueda darme una explicación que justifique su vida fuera , del que nosotros llamamos, orden social. Sigo caminando porque tengo pánico de reconocer en voz alta que yo también soy responsable de que él duerma encima de una rejilla de aire caliente; de reconocer que soy culpable de que ese mendigo, que es mi semejante, se muera de hambre, de frío y de asco en la ciudad más bella del mundo.

Mª José Vergel Vega

lunes, 6 de abril de 2015

Fonchito y la luna

Una escena de Fonchito y la Luna. Foto de Mª José Vergel Vega

Para que un cuento sea considerado sublime, ha de llegar por igual a un niño que a un adulto. Al menos esa es mi humilde opinión.
La lectura de un cuento ha de proporcionar momentos mágicos, y sólo los buenos cuentos los hacen posibles.
Una de estas tardes viví uno de esos momentos.  El cuento que tenía entre las manos llevaba por título Fonchito y la luna, una joya magistral y entrañable de Mario Vargas Llosa, que sabe contar de la manera más dulce la historia del primer beso entre Fonchito y Nereida, para quien el chico fue capaz de bajar la luna.
A los niños les encanta que les hables de besitos entre amigos del cole. La palabra beso tiene entre ellos cierto magnetismo. Tal es la atracción, que sus ojitos sonríen y se les abre la boca de una manera preciosa. Alguno que otro no puede estarse quieto en el cojín: ¡Seño, es que mi amigo imaginario no ve bien los dibujos del cuento! La niña que tengo al lado hurga con sus deditos a ver si es capaz de saber lo que pasa en la página siguiente antes que sus compañeros.
Las niñas se sienten identificadas con Nereida, quizá porque es una chica lista que  no se lo pone nada fácil al enamorado Fonchito. Los niños sienten que el chaval tiene un marrón considerable:  "ese no le da un beso ni en sueños".
Les digo que Fonchito sabía que darle un beso a Nereida en la mejilla no iba a ser tan fácil como había pensado. La verdad es que nunca creyó que fuera fácil:  es que Nereida le pide que ¡le regale la luna!
-Pero seño, ¡no hay ninguna escalera que pueda llegar a la luna!