jueves, 8 de enero de 2015

Preguntas incómodas

Foto Internet

Hay libros que nos cogen el alma y la retuercen hasta hacerla sangrar. Doris Lessing y su Diario de una buena vecina me han puesto la vida patas arriba.
¿Acaso no seamos más que hombres y mujeres de hojalata con vidas vacías y tristes?
No aceptamos el dolor propio y mucho menos el ajeno. No vivimos más allá del trabajo y de lo material. Dejamos, no sé si por miedo o por desidia, a la gente en la estacada, y no hacemos nada para que eso cambie: “No es una cuestión de voluntad, sino de cómo eres”. Pero es terrible, tremendamente terrible, si no confiamos en que algo o alguien nos haga cambiar ese inmovilismo insano. Miramos sin ver, andamos sin ser conscientes de nuestros pasos.
Me van a perdonar, pero las preguntas se me agolpan en la boca. El miedo me atenaza el pensamiento y seguro pongo ojos de loca al preguntarme con insistencia:
¿Por qué tenemos miedo a ser viejos? ¿Por qué nos incomodan los viejos? ¿Por qué los confinamos en lugares que son la antesala del camposanto?
“¡Apártemoslos del paso, de nuestra vida, donde gente joven y sana no puede verlos, no puede pensar en ellos!”
No sabemos vivir en los problemas, no sabemos negar nada a los hijos y esto es muy malo, nos avisan nuestros mayores.
Cuando un libro te incita a cuestionarte insistentemente, se vuelve incómodo.
¿Tenemos las mujeres derecho a decidir lo que queremos hacer con nuestra vida? ¿Hasta qué punto decidimos libremente?
Joyce decide irse con su marido a pesar de que éste tiene una amante porque siente que no “tiene elección”.
¿Somos libres de ser altruistas, o es algo que de alguna manera nos imponen las personas a quienes ayudamos para no fallarles? ¿Ve la gente con buenos ojos que hagamos algo altruistamente por otra persona, o piensan que somos tonos por actuar así?
¿Nos hemos planteado de una manera seria si trabajamos de manera correcta con los más desfavorecidos de la sociedad en que vivimos?: “Reuniones, charlas, es la manera de no hacer nada”.
Hay que bajarse al mundo, allí donde la gente sufre y pide soluciones con los gritos del silencio.
Una frase terrible se me ha quedado, supongo que para siempre, grabada en la memoria:
“De repente, me vi rodeada de océanos de tiempo”.


Nos asusta el tiempo. Se nos va la vida si no lo tenemos, pero, aún más, cuando, de golpe, nos entregan todo el tiempo del mundo.
De alguna manera también va implícita en la novela de Doris Lessing la máxima renacentista del “Carpe Diem” y el disfrutar de las pequeñas cosas; porque quizá, cuando dispongamos de océanos de tiempo, no estemos en las mejores condiciones para gozarlas: “Deleite, es lo que ha hecho falta en mi vida, de lo que ni siquiera he sabido el nombre, he estado tan atareada, ah, siempre he trabajado tanto”.
Hemos de aprender a disfrutar de la vida, dar gracias cada día por todo lo bueno que tenemos y nos pasa, porque, y esto es lo verdaderamente terrible, en cualquier momento podemos perderlo: “…qué privilegio, qué cosa tan maravillosa, preciosa, que no precise de nadie para ayudarme a pasar el día, puedo hacerlo por mí misma.”
Pero aquí no acaban las preguntas, éstas acechan, agazapadas, tras cada vuelta de página:
¿Nos comportamos como somos o, más bien, como nos dejan? ¿Somos auténticos  o meras poses?
Laissez faire, laissez passer… el mundo va solo que dijo Vincent de Gournay. Dejar que todo suceda, que todo fluya. ¿Es ésta la mejor opción? ¿No podemos controlar aquello que acontece?: “La pasividad es una gran virtud, en ocasiones. Ser capaz de dejar que las cosas sucedan: ah, sí, hay que saber cómo hacerlo. Pero también tomar el control, en el momento adecuado, hacer que la maquinaria se ponga en marcha, utilizar la inercia, hacer que las cosas tengan lugar”.
¿Queda sitio, pues, para nuestro libre albedrío?: “Si aceptas libremente hacer algo, entonces no resulta absurdo, por lo menos para ti”.
Luego, es importante, al menos, intentar ser libre.
Volviendo al tema de la vejez. Será cuestión de que el tiempo avanza y una se ve a punto de instalarse en una nueva etapa, que los viejos me dan una pena infinita. Contemplarlos cuando sufren me produce más dolor del que puedo o imagino soportar.
No estamos acostumbrados a que alguien escriba novelas sobre la vejez y la cercanía de la muerte. Nos sentimos molestos, incómodos; porque nos violenta nuestra cómoda burbuja de tranquilidad pues, nos aterra pensar, que se puede romper en cualquier momento.

Jana, la protagonista de este diario, es un ejemplo de mujer que vence sus miedos (en su momento no supo cuidar de su marido y su madre enfermos, porque se veía impotente y vencida ante el dolor y la muerte, cosa que jamás le perdonará su familia). La anciana Maudie se cruza en su camino y la hace convertirse en la mujer valiente que descubre que la muerte es la otra cara de la vida y encara el porvenir con la furia necesaria para seguir adelante y rebelarse contra todo aquello que nos deshumaniza.
Mª José Vergel Vega

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