Foto de Alba Hernández Alviz |
“La historia…testigo
de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida,
testigo de la antigüedad” (Cicerón)
Buenas noches. Se me antoja que Abril
es un mes hermoso para acoger una nueva criatura en nuestro regazo lector. Y a
eso se nos ha convocado aquí esta noche, a dar la bienvenida a un pedacito importante
de nuestra historia, a re-cordar, a volver a pasar por el corazón lo que
sucedió hace ya tantas lunas. Así pues, muchas gracias por asistir y que sea
con vosotros la palabra.
Decía
A. Bioy Casares que “Escribir es agregar un cuarto a la casa de la vida”. Y así es, palabra a
palabra se va construyendo la casa, el
templo de lo que fuimos, de lo que hoy somos y de lo que en ciernes seremos un
día. Pasado, presente y futuro en sutil armonía para que nunca perdamos la
senda de nuestro ser y nuestro estar en el mundo. La palabra nos ancla al
mundo.
Dichosos, pues, los que poseen el don de la palabra y lo
esparcen como semilla que hará germinar a la tierra, y dichosos los que en un acto de
amor y valentía recogemos con ternura su cosecha porque sabemos que jamás nos sentiremos vacíos.
La palabra nos habita.
Se escribe, indudablemente, porque se tiene algo que decir, porque algo
muy fuerte se abre paso entre lo que sentimos y las ganas de decirlo, aunque
sea con un cierto y necesario pudor, entre lo que pensamos y la desolación del
papel en blanco. Se escribe por la premura de calmar nuestra conciencia y la conciencia del
que nos lee; otras veces, es verdad, se escribe para causar un maremoto en el
náufrago que acude sediento al libro, y quizá no encuentre del todo la isla
desierta que buscaba. Se escribe para remover conciencias. Sea como fuere, se escribe para reafirmarse en el mundo, para
reparar los desconchones que tienen la
mala costumbre de aparecer y reaparecer cada día. Las palabras tienen entonces brazos
de madre que nos abrigan en momentos de desconcierto y nos resguardan contra
la apatía y la desidia.
Un libro es un lugar al que volver en
casos de necesidad, leve o extrema. Los libros deberían de estar en el centro de nuestro paraíso emocional. Si
observamos bien, en cualquier rinconcito de lo que somos nos revolotea una
palabra, nos recorre el temblor de una historia leída o contada.
La palabra es la herramienta más
perfecta de la que disponemos los humanos para cincelar sueños e ilusiones,
para conjurar miedos y transitar caminos
inciertos. La palabra, si volvemos la mirada a Platón, es conocimiento, memoria, alma, tiempo y
espacio, historia que se pone en pie y camina entre nosotros. La palabra nos
lega el don precioso del lenguaje. La palabra nos humaniza.
Fijaos si será poderosa, que todos
los dioses, no importa la doctrina, la utilizaron para crear el mundo, y lo
hicieron a su imagen y semejanza. Quizá
por eso las palabras tengan un carácter sagrado. Aquellos que lo saben,
son capaces de sanar las heridas del mundo. Porque los libros
nos salvan de muchas cosas. Los libros tienen un poder sanador. El que escribe se
reviste de carácter divino e invierte su tiempo en crear historias que son como
mundos, a su imagen y semejanza también, y dejan
libres las palabras para que vayan amueblando las estancias en las que habitará
nuestra alma.
De todos es sabido que aquello que no se nombra no
existe. Lo que los labios no pronuncian, pronto cae en el pozo del olvido,
parece que no hubiera sucedido nunca. Por eso, el escritor toma la palabra
entre sus manos, la moldea con mimo a golpes de memoria y corazón y nos la
ofrece como alimento, como dádiva preciosa y necesaria… aquel medio pan y un
libro que decía Federico.
A veces las palabras nos salen
volanderas, se nos despegan del suelo y
son como pájaros sagrados que se posan en las ramas de los árboles muertos,
y ocurre entonces el milagro, porque la
palabra es savia que produce el
estremecimiento de aquello que quedó dormido. La palabra tiene el poder de
volver a la vida lo que pareciera que jamás
recobraría el aliento. La palabra nos invita a conmemorar la liturgia de la resurrección.
Por el poder que tiene la palabra se
nos ha convocado también esta noche de
Viernes de Dolores, noche de recogimiento y plegaria, a
guardar memoria de nuestros orígenes, de lo que un día ya lejano fuimos y nos
ha ido haciendo como somos, quizá muchas veces sin saberlo, sin ni siquiera
intuirlo. El que quiere dejar constancia de aquello que fuimos se atreve a liberar las palabras del baúl de nuestros
ancestros, ese que reposa en un sitio apartado del desván, al que muchas veces
sólo tiene acceso, porque repara en él, aquel que sabe conjurar el discurrir del
tiempo entre las telas que tejen las arañas. Hemos de agradecer a Antonio, ese
acto de amor que supone el apartar las telas de araña , el abrir
el baúl y ofrecernos lo que reposa dentro.
Aquellos que nos sentimos imbuidos
por el poder de la palabra, habremos de desear con fuerza que las manos de los
que escriben sigan conectadas al corazón y al testimonio de lo que fuimos, y
nos vayan dejando miguitas para que nosotros encontremos en el camino que nos
marcan, nuestras señas de identidad.
Que Clío, joven coronada de laureles,
la que cantaba el pasado de los hombres y las ciudades, sepa guiarlos, como ha
sabido guiar a Antonio, para activar el recuerdo y la memoria, ingredientes necesarios para escribir nuestra historia y
nuestra intrahistoria.
Foto de Alba Hernández Alviz |
Mª José Vergel Vega
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