Hace muchos, muchos
años, vivía en un Castillo un Conde que se llamaba Arnulfo, que era más malo
que un cuervo.
Arnulfo no entendía por
qué tenía que cargar con el terrible peso de la maldad a los ojos de la gente.
¡Si lo dejaran!¡Si alguna vez se acercaran a
hablar con él lo conocerían realmente! Pero lo habían condenado a estar solo,
quizá para siempre.
Tampoco entendía por
qué lo comparaban con el cuervo. ¿Era acaso un ser oscuro a los ojos de la
gente y por eso lo consideraban un ser maligno?
_Quizá me he dejado
llevar demasiado por la inercia de mi nombre, ¿o son ellos los que se dejan
llevar? ¡Algunas palabras pueden ser tan poderosas!-pensaba a menudo Arnulfo. A
uno, al nacer, deberían ponerle nombres luminosos como Daniel, Manuel, con los
que asomarse al mundo a través de grandes ventanales.
Pero en su familia,
todos sus antepasados habían tenido nombres que no invitaban precisamente a la
hermosura y a adornar a quien los llevaba con un halo de bondad: Úrsula, su
madre; Sisebuto ,su padre; sus abuelos , Turismundo y Tulga; y sus abuelas,
Ataúlfa y Gundemara. Y mejor no seguir, porque el árbol genealógico era
desolador, se lamentaba Arnulfo.
¡Qué culpa tengo yo de
llamarme Arnulfo!
Y, en verdad, el Conde
tenía razón. Y si hacemos caso de las crónicas, nos daremos cuenta que ni el
conde ni sus antepasados eran malas personas por llamarse como se llamaban;
sólo que entre la gente, algún hada maligna o cualquier otro ser venido del
mismísimo Averno, había llegado a aquel condado a sembrar la cizaña, de que
eran malos porque hay quien piensa que el nombre es más importante de lo que se
piensa.
Y la cizaña creció,
porque ya sabemos cómo se las gasta.
Llegó un día en que
Arnulfo se había cansado de luchar contra lo que él creía un imposible desde el
principio de los tiempos: que la gente lo aceptara y lo quisiera se llamara
como se llamase. Por eso se encerró a cal y canto en sus Castillo con su nombre
feo y su mala fama.
Y pasaron los días, las
semanas, los meses, los años…
Hasta que una noche de
luna ,generosa y clara, Don Búho, que estaba cansado de escuchar al Conde
lamentarse de su mala suerte a las estrellas, le habló de esta manera:
_¡Buen Arnulfo: has de
dejar que en ti y en tu casa entren la luz del sol, el color y el olor de las
flores, el sonido del viento, la risa de los niños, las palabras de amor, el
temblor del rocío en la mañana…y todas las cosas hermosas que imaginar puedas y
dejarte inundar por ellas! Sólo así, la gente se dará cuenta de que eres un ser
especial; porque has de saber que en tu nombre se unen la fuerza del águila y
la nobleza del lobo.
Y así fue cómo Arnulfo
se enteró de que a sus padres, que eran poetas, les gustaba jugar con las
palabras; y, al agitar los nombres de Arnaldo y Ataúlfo, consiguieron un nombre
nuevo que jamás, desde que el mundo es mundo, se le había ocurrido a nadie.
Una gran sonrisa se dibujó en el rostro del Conde y, al día siguiente, mandó a su secretario que pusiera a la entrada del Castillo un cartel que dijera:
Y cuentan las crónicas
que, desde aquel día, que siguió a la noche de luna clara y generosa en que le
habló Don Búho, de la pila bautismal del Castillo más de un infante salió
llamándose Arnulfo.
Los nombres son sólo un conjunto de fonemas susceptible de olvido. Lo realmente importante es lo que hay detrás de cada nombre, los corazones que palpitan cuando ese conjunto de fonemas es pronunciado, ahí es donde está la verdadera luz.
ResponderEliminarTodos sabemos que hay danieles o manueles un tanto oscuritos ¿no crees? ;-))
Besitos.
Ya lo creo, amiga, jeje!
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