El
verano es también tiempo de reencuentros con lecturas que nos llevan a las
puertas de un tiempo azul y despreocupado.
Cada
vez estoy más convencida de que somos en gran medida aquello que leemos.
Hay
libros que están irremisiblemente ligados a una época de nuestras vidas y
volver a tenerlos en nuestras manos es tener el coraje de revivir aquello que
nos resultó placentero, desoyendo las voces que nos advierten que no debiéramos
tratar de volver a los lugares en los que fuimos felices.
Escribo
en mi Cuaderno de Hadas que desde que Alfanhuí puso su mundo en mis manos, sé
que las abuelas tienen cintura de almendro, y que los desvanes en los que
crecimos “están llenos de sueños”. De hecho, si hoy escribo historias, es
gracias a los desvanes y alacenas oscuras donde vivían ratones y culebras,
aliados de los mayores, con los que nos asustaban cuando nos tomábamos la
justicia por nuestras manos inocentes. Hoy esbozo una sonrisa al recordarlo,
porque difícilmente pueden convivir ratones y culebras en un cuarto cerrado, ya
que las segundas darían buena cuenta de los primeros, pero no es menester decir
que los pocos años nos eximían de saber ciertas cosas.
Alfanhuí
sabe de la importancia de las palabras y de los colores. Desde muy niño supo
que el fuego es capaz de encender miles de historias.
Guardo
mi Cuaderno en la mochila y me dispongo a emprender el camino de la mano sabia
de Alfanhuí. Soy una mendiga cubierta con los harapos del tiempo…y el grito de
los alcaravanes se estrella contra las colinas somnolientas de mi alma:
¡Al-fan-huí…al-fan-huí… En uno de los bolsillos remendados palpo, de vez en
cuando, una culebra de plata para las noches sin luna.
Se
van marchando las tardes estivales mordiendo con gula las esquinas de la
memoria. Digo: ¡Al-fan-huí! y viene a mí un tiempo de risas y llantos, de
sentimientos subidos a una noria descontrolada, en que íbamos y veníamos
alocados por los pasillos del instituto entre la tabla periódica de los
elementos, las declinaciones latinas, mi odio declarado a las matemáticas y el
cruce nervioso con unos ojos especiales antes de entrar en clase.
A
veces me pregunto si él recordará también mi nombre y si sonríe o se le nubla
la mirada cuando recuerda, pongamos por caso por accidente, aquellos años
despreocupados… Sin darme cuenta, dejo escapar una sonrisa melancólica cuando
dentro de mi cabeza se cierra la puerta de la clase y cada cual se iba a sus
asuntos: él a sus problemas de química y yo a traducir aquello que en resumidas
cuentas venía a decir que César cruzó el Rubicón y consideró que la suerte estaba
echada, tanto da ahora que la sentencia fuera pronunciada en griego o en latín.
Alfanhuí
está lleno de la poesía que se arranca a las cosas cotidianas: el arar de los
bueyes, la pesca con trasmallo en barcos romboidales…el nuestro lo pintamos una
tarde del color de la esperanza, y ahí sigue, como si el tiempo no hubiera
pasado, amarrado a la orilla esperando las manos invisibles de algún marinero.
Por
Alfanhuí pululan las mentiras de los cazadores, los tesoros encerrados en las
arcas de la abuelas…la caza de ranas con carburo con sus ojitos grandes y
asustados y el abuelo que decía: ¡Ranas al morral! y notaba como se movían en
aquella caverna de tela oscura y húmeda haciéndome cosquillas en las piernas.
Alfanhuí
me recuerda que “… lo que ocurrió bajo la lluvia, sólo bajo la lluvia puede ser
contado y recordado”. No puedo estar más de acuerdo, pues hay recuerdos tan
especiales que sólo afloran cuando te abandonas en brazos de la lectura
adecuada.
Recuerdos
como el canto de los alcaravanes, solitarios y desconfiados: ¡Al-fan-huí…, pero
también el de otros pájaros que me resultan más cercanos, y que también llevo
en la cabeza: el grito de los vencejos en las tardes de verano, que me traslada
a aquellos atardeceres de los agostos de mi infancia… el Yoni que llegaba con
su puñal de piedra metido en la cinturilla de las calzonas, y mientras
recobraba y no el resuello, cruzaba las manos detrás de la espalda, como el
tipo a la vez duro y vergonzoso que era, y le preguntaba a la abuela: “Señora,
que si sale Julita después de cenar”.
Y
cuando más descuidado estaba el Yoni, la
abuela, de un golpe certero, le quitaba el puñal de piedra, descantillado de
tantas batallas en el descampado, y se lo requisaba hasta nueva orden: “¡Mi
nieta no sale con piratas!”
Y
aquel Sandokán rubio que se las daba de tipo duro salía, desarmado, arrastrando
la mirada por el suelo y, nada más pisar la calle, echaba a correr como si no
hubiera más noches para correr aventuras.
Mientras
a la abuela se le pasaba el enfado, yo me sentaba en el umbral mirando cómo se
alejaba el que sin duda era mi héroe y me entretenía en descifrar los gritos de
los vencejos: Suiií si eran hembras y Sriií si eran machos y contemplaba embelesada su vuelo delirante
porque yo sabía que jamás dejaban de
volar, ni para comer, ni para copular, ni para dormir…en aquellos años llegaron
a convertirse en los animales más
interesantes de cuantos conozco.
Hasta
donde recuerdo, la vida en aquel tiempo, ese que debo a Alfanhuí el milagro de
haberse hecho de nuevo presente, es alegre como el vuelo de los vencejos a las
puertas de una noche clara de verano.
Mª José Vergel Vega
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